Fallout: Vampire Nightmare, de Bethesda
¿Por qué estamos tan obsesionados con el apocalipsis? No es baladí preguntarse esto en el 2012, año oficial De toda catástrofe inimaginable, cuando parece que estamos constantemente a un pregón psicótico-religioso de acabar en la cuneta de la Historia, de Dios, o de cualquier otra articulación cosmogénica articulada por el hombre que ustedes prefieran adorar. Por supuesto no podemos tener una certeza de un apocalipsis inmediato, pues en tanto actividad metafísica es incognoscible, ya que todo se reduce en que deseamos que éste ocurra; el ser humano medio del mundo desea el fin de todo para poder, en el proceso, considerarse el último hombre sobre la Tierra. Este afán, por otra parte repugnante como cualquier otro cultivado por una masa envilecida, no deja de ser el espíritu colonialista que anida en el interior de los hombres, o al menos de algunos, que provoca que si no pueden ser los primeros en alcanzar el mundo, y desde luego no pueden serlo, sí habrán de ser los últimos. Por supuesto cuando este deseo se materializa siempre se constituye como una decepción: el apocalipsis no es tan bello como habíamos imaginado; sus consecuencias reales, tampoco.
En Bethesda, ya especialistas en la recreación del pesimismo irónico de la vida post-nuclear, llevan un paso más lejos sus principios al ponernos no en la piel de un superviviente humano, algo ya excesivamente machacado, para ponernos en una figura realmente mesiánica en el tema de los deseos: el vampiro. Como hijos de la noche, después de despertar de un largo letargo de unas pocas décadas justo antes de la catástrofe nuclear, nos encontramos que si la vida para los humanos es dura cuando la radiación te puede convertir en una masa tumoral no lo es menos para los vampiros, los hijos de Caín ven como todo el mundo donde podían ocultarse y alimentarse noche tras noche se ha desmoronado.