Si la realidad es siempre más extraña que la ficción, que la buena ficción, es porque la narrativa es siempre un corte transversal de la totalidad de los acontecimientos que intenta dar una interpretación relativamente cerrada de los acontecimientos. Siempre han ocurrido más cosas de las que el narrador nos ha contado. O de algún otro modo. Si eso es evidente en la no-ficción, ya que el escritor jerarquiza y expone la información según la conclusión a la cual quiera llegar, en la ficción no lo es tanto, ya que podría confundirse el narrador con el escritor. Si bien el escritor crea el mundo, pues existe sólo en tanto le da forma en un trasunto de dios monoteísta, el narrador es aquel que nos lo cuenta desde su óptica personal y limitada, el narrador es aquel que nos cuenta su devenir desde dentro del mismo, pues el mundo existiría incluso si el narrador fuera otro. En cierto modo, la narrativa implica un mundo necesariamente nietzscheano: el creador, sea dios o el autor, está muerto —pues, sobre el papel, su mundo se limita a lo escrito por más que él conozca más detalles — , por lo cual sólo cabe la interpretación de los hechos realizada por un sujeto no-privilegiado, el narrador, que no puede conocer la totalidad absoluta de los acontecimientos.
Al carecer de atributos divinos, tampoco podemos asimilar la visión divina. Eso significa que, ante la imposibilidad absoluta de la omnisciencia, necesitamos elegir aquellos acontecimientos que retratan de forma más certera la totalidad de aquello que queremos dilucidar. Debemos economizar no sólo en el lenguaje, sino también en la narrativa. En ese sentido Rascacielos resulta problemático no porque J.G. Ballard resulte moroso en detalles, sino por todo lo contrario: centra su mirada en demasiados detalles, intenta hacer la narración lo más realista posible cuando debería ser simplemente verosímil.