Las baladas, como composiciones poéticas musicadas, son infinitamente más antiguas que la música pop contemporánea que se las ha apropiado como suyas. No debemos confundir ambas. Aunque comparten la repetición de versos cada número específico de estrofas, la diferencia es que las baladas clásicas carecían de una autoría fija; la comunidad entera colaboraba en su composición, permitiendo que fueran entidades vivas de creatividad compartida. Eso cambió a finales del XVIII con la llegada del romanticismo. Con el interés de intelectuales y poetas por la que consideraban su cultura fundacional, ya sea la cultura greco-latina en general o la cultura popular de sus países de origen en particular, rescataron formas literarias hasta entonces consideradas menores, aunque dotándolas de autoría y reflexiones críticas, generalmente buscando un orden moralizante de alguna clase. De este modo la balada evolucionó desde una identidad comunal, del pueblo para el pueblo, hacia una existencia intelectual, donde la intención edificante se desarrolla de forma constante. ¿Eso significa que la comunidad dejara de tener poder sobre las composiciones? En absoluto, porque no existe arte que no se sustente sobre el robo. O que sobreviva al tiempo sin aporta algo.
Friedrich Schiller escribió El buzo (Der Taucher) en el año de las baladas, 1797, llamado así porque tanto Schiller como su buen amigo Johann Wolfgang von Goethe escribieron durante ese año la mayor parte de sus más famosas baladas. La historia de esta en particular nos narra cómo un rey cruel lanza una copa de oro al fondo del mar, allá donde ninguno de sus caballeros es capaz de recuperarla; dado su fracaso, un joven escudero decidió intentarlo y, encomendándose ante los dioses, se lanzó al mar embravecido. Contra todo pronóstico, logró regresar con la copa. Después el rey le ofreció la mano de su hija y parte de sus riquezas si volvía a bajar para que le pudiera contar qué habita en los abismos, qué horrores y bellezas anidan allí donde sólo un escudero había llegado en busca del desproporcionado deseo de un rey despótico. Y el joven, obediente, saltó a las profundidades del mar para nunca volver. La enseñanza moral que nos pretende transmitir Schiller la encontramos esbozada en unos pocos versos:
Lang lebe der König! Es freue sich, Wer da athmet im rosigten Licht. Da unten aber ists fürchterlich, Und der Mensch versuche die Götter nicht, Und begehre nimmer und nimmer zu schauen Was sie gnädig bedecken mit Nacht und Grauen. |
¡Qué se regocije, aquél que respira en lo alto dentro de la luz rosa! Porque debajo, esta el espanto. Y el hombre no debe tentar a los dioses Ni nunca, en el jamás de los jamases, desear ver Aquello que estos buscan cubrir de noche y de terror. |
Antes del horror cósmico, antes de que H.P. Lovecraft nos advirtiera de que la emoción más antigua y más intensa de la humanidad es el miedo, y el más antiguo y más intenso de los miedos es el miedo a lo desconocido, Schiller ya nos hizo saber los peligros de querer conocer aquello que nos está vedado sin necesidad de adjetivar aquello que no tiene forma. En ambos casos, se refieren a lo mismo. El joven escudero que se lanza al océano para darse al encuentro con lo desconocido está buscando los límites del conocimiento, de aquello que puede conocer, sin sospechar que lo que espera en el fondo puede estar fuera del alcance de los hombres por una razón muy específica: podrían no soportar estar ante su presencia, mucho menos sabrían utilizarlo sin hacerse daño. Por eso toda búsqueda de conocimiento es siempre potencialmente aniquiladora, porque nuestros estándares ético-morales no están nunca a la altura del conocimiento que adquirimos.
Al respecto de esto nos diría Friedrich Nietzsche, siguiendo los versos de Schiller, que «la masa de impresiones que irrumpe es tan potente, lo sorprendente, lo bárbaro y lo violento irrumpe con tal presión, «acumulado en horribles montones», sobre el alma juvenil que esta tan solo puede salvarse con el recursos de una intencionada obstusidad»; no podemos pensar, no podemos sentir, nos ahogamos en un mar de posibilidades que intentamos procesar sin posibilidad de escapar de ella para coger aire, para reflexionar con calma sus consecuencias. Somos el buzo del romance de Schiller. A ese respecto Heidegger llegaría hasta una conclusión menos pragmática que pesimista, «la filosofía no podrá operar ningún cambio inmediato en el actual estado de cosas del mundo. (…) Sólo un dios puede aún salvarnos» —pues estamos indefensos antes el vaciamiento de lo propiamente humano, sólo un milagro que nos haga ser conscientes de nuestra humanidad puede cambiar radicalmente el mundo — , mientras Freud llegó hasta una conclusión menos pesimista que pragmática, «la voz del intelecto es callada, pero no ceja hasta conquistar una audiencia y, en última instancia, después de interminables repudios consigue su objetivo. Es éste uno de los pocos aspectos en los que cabe cierto optimismo sobre el futuro de la humanidad» —pues al final la reflexión profunda se impone, volviendo sobre nuestra humanidad siempre antes de llegar al horror absoluto. Hemos olvidado la ética por el camino, la discusión es si podemos recuperarla antes de condenarnos.
Hasta hora hemos obviado, por pura conveniencia, un aspecto específico de la historia. Aunque hablamos del conocimiento de la técnica, ya que la curiosidad del rey es la que mató al escudero, éste en realidad actúa por otra razón muy diferente: al ver a la princesa, se enamora perdidamente de ella. Si bien el problema es el conocimiento técnico devorando toda reflexión ético-moral, también lo es que esa profundidad es la metáfora del amor. Y si entramos en el amor, entonces tenemos que acudir a otros alemanes. En esta ocasión, a Feuer und Wasser de Rammstein.
La canción, escrita por Till Lindemann inspirado por Der Taucher de Schiller (he aquí el robo, porque toda autoría parte del camino recorrido por nuestros antecesores), sigue los patrones clásicos de la balada contemporánea. Su sonido es suave en comparación con otras composiciones del grupo, todo el peso de la canción cae sobre un estribillo que se repite tres veces y el contenido es, en apariencia, amoroso. Aunque las baladas clásicas no tenían porqué ser historias románticas, dentro de nuestra concepción contemporánea consideramos que todas las baladas deben contener una cierta cantidad de elementos sentimentales. Por eso, partiendo de ese principio regidor, la consideración de que Rammstein han tenido que construir, a la fuerza, un subtexto amoroso para la canción dirige a priori nuestra posible interpretación de la misma. ¿Qué ocurre entonces al darnos a la interpretación? Que, aunque sí tiene un evidente componente romántico, las interpretaciones fuertes más plausibles nos conducen por terrenos más escabrosos, Para eso, centrémonos en lo es considerado el elemento principal de toda balada: su estribillo.
Feuer und Wasser kommt nie zusammen Kann man nicht binden sind nicht verwandt In Funken versunken steh ich in Flammen und bin im Wasser verbrannt |
Fuego y agua no pueden estar nunca juntos. No pueden estar ligados, no están relacionados. Hundido en chispas, estoy en llamas Y me estoy quemando en el agua |
El fuego es un símbolo prometeico, masculino, que funda el mundo; el agua es un símbolo ctónico, femenino, que representa la naturaleza. Símbolos contrapuestos relacionados que, en este caso, se repelen mutuamente. El fuego y el agua no pueden estar juntos, aunque el fuego lo intenta, sólo consiguiendo quemarse sin fundar nada allí donde domina la naturaleza; el hombre intenta poseer a la mujer de forma infructuosa, porque ella está más allá de su conocimiento. Es el escudero ahogándose en el fondo del mar por la promesa del amor de una mujer que ni siquiera conoce. En ese sentido, la historia que desarrolla Rammstein es sólo, en una mínima parte, amorosa: habla al respecto del hombre como entidad incapaz de comprender lo insondable del alma femenina, que está hecha de otro elemento y pertenece a otro mundo ajeno al que él habita.
El orden metafórico, cuando no mitológico, es común entre Schiller y Lindermann. Ambos denuncian la imposibilidad del conocimiento absoluto de la naturaleza, porque lo humano no es reductible a la mera técnica; si «me estoy quemando en el agua» es porque es el estado natural del ser humano: vivir la técnica atravesando la naturaleza que no puede moldear. Son dos habitando un mismo espacio, sin anularse ni formar un tercero. En ese sentido, cualquier apreciación de misoginia —especialmente aquellas derivadas del dualismo hegeliano, donde lo femenino se consideraría la otredad sin identidad propia de lo masculino— podríamos considerarla diluida. La imposición de lo masculino sobre lo femenino no sólo no es deseable, sino que no puede producirse en tanto son dos formas que deben convivir juntas sin posibilidad de dominación mutua; si bien una posible lectura es una historia de amor que no puede llegar a consumarse por la diferencia en los intereses de los implicados, una interpretación más profunda nos deja entrever aquello que atraviesa todo el pensamiento alemán desde el siglo XVIII: la imposibilidad de renunciar a la naturaleza en favor de la técnica, de renunciar al pensamiento filosófico-poético en favor de la ciencia.
Irónicamente, una tercera interpretación erótica sería la que añadiría algunos matices interesantes. Si entendemos que es una relación en la cual el hombre nunca puede terminar de satisfacer sexualmente a la mujer, ya que está en llamas en el agua incluso cuando fuego y agua no pueden estar juntos, entonces no sólo deshacemos el nudo gordiano de la misoginia, sino que también clarificamos las posturas aquí contenidas: el hombre no puede abarcar la totalidad de la mujer, que sobrepasa en su mismidad todo lo que él puede abordar. Pero del mismo modo, ella tampoco puede sobrepasar la totalidad de lo que él significa. El fuego sigue quemando bajo el agua, el agua sigue fluyendo entre el fuego. Aunque ninguno puede satisfacer al otro de forma plena, explicarlo todo desde sí mismo, en ello radica su relación: pueden anidar juntos, pero son una singularidad única por sí mismos. No se necesitan el uno al otro para estar completos, pero al juntarse crean un espacio en común más grande que la suma de sus partes.
Es imposible conocerlo todo de forma objetiva, pero las metáforas son capaces de llegar allá donde no puede el pensamiento científico. El fuego puede quemar bajo el agua. Cuando Lindermann conoció a Schiller descubrieron que tenían en común una idea, que estamos perdiendo por el camino nuestra capacidad de sintetizar los elementos sólo en apariencia contrapuestos, pero también una perspectiva del mundo: no podemos conocer todo, no deberíamos siquiera quererlo, porque eso podría llevarnos a olvidar el papel que tiene la naturaleza y la humanidad sobre cada uno de nuestros actos. El escudero no se ahoga por sed de amor o conocimiento, sino porque es enviado a la muerte por aquel que no pregunta primero a la filosofía, a la ética, al fuego, si es justo el precio a pagar por conocer la naturaleza, la ciencia, el agua. Eso es lo que nunca deberíamos olvidar.
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