Cada vez que se intenta pensar
la posibilidad del «¿qué es…?»,
lo que se hace en ese momento
sólo se presta hasta un cierto punto
a la cuestión «¿qué es?»
¿Qué es la deconstrucción?, de Jacques Derrida
Es imposible definir algunos conceptos desde sí mismos. Si intentamos hacer entender lo que implica el mal necesitamos por fuerza hacer referencia al bien, adentrándonos en una lógica binaria autorecursiva en la cual toda explicación viene dada por pautas ético-morales que, ya sean heredados o desarrollados a través de la reflexión, se sostienen sobre patrones culturales que van variando con el tiempo. No existe el mal absoluto, por más que pueda existir el mal radical. ¿Significa eso que el mal es sólo una quimera cultural y, por extensión, no existe en tanto tal? No exactamente. Significa que toda moral parte de un patrón ideológico a través del cual se juzgan aspectos determinados como buenos o malos, pudiendo hacer que ese juicio de valor sí pueda ser evaluado en términos objetivos. Ya que las ideas abstractas no pueden ser definidas, es necesario deconstruir el orden cultural que atribuye esas cualidades a las cosas. O lo que es lo mismo, el eje bien-mal es relativo, pero existen aspectos culturales que son mejores que otros si partimos del hecho de que todas las personas nacemos iguales.
A pesar de su dilatada carrera como director, Takashi Miike sólo ha escrito tres de los guiones que ha acabado dirigiendo. Y de esos tres, sólo uno de ellos ha sido escrito exclusivamente de su mano. Este guión, Lesson of the Evil, tiene la importancia de mostrarnos hasta donde es capaz de llegar Miike como creador total, hacia donde se dirige cuando sus obsesiones particulares florecen desde el momento mismo de la (re)escritura, no sólo de la elección del proyecto. Por eso, dada la temática de la película, el mal, es necesario hacer una minuciosa deconstrucción del simbolismo que se desarrolla en la misma.
El simbolismo del número «4» es recurrente a lo largo de la película. Incluso antes de saber qué o quién es la gran amenaza puesta en juego, ya podemos apreciar que el número va salpicando las escenas de forma constante para ir delimitando espacios o personas relacionadas, de un modo u otro, con la muerte. ¿Por qué? Porque en los países orientales, y en Japón de forma particular, el número «4» se considera un número de mala suerte. Eso se debe al hecho de que «4» (四 shi) se pronuncia igual que «muerte» (死 shi), superstición que Miike aprovecha para salpimentar de números su puesta en escena. Ya sea cuando un grupo de tres alumnas va en búsqueda de su tutor (3+1) o cuando un grupo de tres alumnos se encuentran con el profesor que sospechan les ha tendido una trampa (3+1), la numeración se va explotando de forma constante. O al menos no parece casualidad cuando, además, se encuentran con sus profesores en la cuarta plan.
La cosa está lejos de acabar ahí. Personajes sentados sobre las escalerillas de una piscina justo encima del pivote números cuatro o enchufes dobles (2+2) donde el protagonista esconde micrófonos para espiar a sus alumnos y compañeros están ahí para reforzar que la elección no tiene nada de casual. Pero cuando hablamos del protagonista, del profesor Seiji Hasumi, es cuando el número aparece una cantidad desproporcionada de veces.
La furgoneta en la que se desplaza tiene un cuatro en la matricula, pero llama más la atención que también esté en la luna delantera sin ningún motivo aparente, del mismo modo que a la entrada de su casa encontramos otro cuatro que nos hace sospechar algo. La cosa no deja lugar a dudas cuando otro de los profesores se explaya en algunos detalles del pasado de Hasumi, como que en al anterior instituto donde dio clases murieron cuatro alumnos o que su clase en el instituto fue la 3‑º —un «4» cogido por los pelos, salvo porque esa información no aportaba nada al relato de no ser porque lanza de forma indirecta el número como símbolo — , asociándolo de forma constante con el sonido shi.
Al asociar el número con el personaje, simbólicamente, se transmite la condición inherente a la superstición en él. Aunque eso es lógico para cualquier asiático, es necesario recalcarlo ya que en nuestra cultura no existe la superstición con el número cuatro, o no de ese modo. Hasumi tiende de forma constante hacia la muerte, propia o ajena, como un ejercicio catártico a través del cual se construye a sí mismo.
El otro gran símbolo, dejando ya atrás el número, es de origen occidental. Miike utiliza de forma obsesiva diferentes versiones de Die Moritat von Mackie Messer, una de las canciones que escribió Bertolt Brecht para La ópera de los tres centavos. Partiendo de que la moritat es un tipo de composición de origen medieval donde se narran los crímenes de un asesino, capturado o no, es fácil imaginar que clase de hábitos puede tener un individuo llamado Mackie el Navaja: la canción nos narra en detalle como asesina, roba y destruye sin ningún motivo aparente, haciendo de sus fechorías algo conocido por todos pero, en último término, haciendo imposible que nadie pueda demostrar demostrar su culpabilidad. Como asesino es un fantasma, una presencia que se oculta en medio de la muchedumbre alrededor del crimen para alimentar las sospechas, pero, al tiempo, para hacerse ver como inocente de cualquier cargo a ojos de la justicia.
También la canción va evolucionando a lo largo del tiempo. Si bien al principio acude a la canción alemana original, a partir de narrarnos los orígenes criminales de Hasumi en EEUU la canción evoluciona hacia otros derroteros próximos: una versión jazz de la canción. La evolución es lógica. Pasamos desde un orden mítico, de construcción de un simbolismo determinado —acumulando referencias, detalles e imágenes que nos dan la auténtica dimensión de cada uno de los personajes involucrados, hasta un orden paródico, donde vemos las consecuencias que tienen los actos de la construcción simbólica a la cual hemos asistido. Primero como tragedia, después como farsa. Después de una primera parte grave, profunda, donde se establecen sólidos cimientos a través de los cuales actuar, en la segunda parte se desata el infierno, la comedia, provocando una orgía de sangre articulada desde el humor negro. Pero también de la ironía.
La ironía acompaña de forma cruel al espectador en Lesson of the Evil Die Moritat von Mackie Messer es sólo uno de los elementos clave dentro de la germanofilia de Hasumi, el cual se ve definido por otra serie de símbolos que van construyendo diferentes dimensiones no sólo del personaje, sino de la narrativa en sí misma.
Odín está muy presente en la película. Tanto es así que Hugin y Munin aparecen de forma constante, ya sea de forma directa o indirecta. A las afueras de la casa del protagonista encontramos siempre dos cuervos, del mismo modo que en un determinado momento él busca información en Internet sobre mitología nórdica. Según va avanzando la película logra matar a Hugin (símbolo del pensamiento), momento en el cual también empieza a desarrollarse su pasado; a Munin (símbolo de la memoria) lo tiene después en el punto de mira de su escopeta, pero ni siquiera llega a apretar el gatillo. ¿Por qué? Para responder eso necesitamos acudir al Grímnismál.
Huginn ok Muninn fljúga hverjan dag Jörmungrund yfir; óumk ek of Hugin, at hann aftr né komi‑t, þó sjámk meir of Munin. |
Hugin y Munin vuelan todos los días alrededor del mundo temo menos por Hugin de que no regrese, aún más temo por Munin. |
Es imposible vivir sin memoria. Incluso si la inteligencia se pierde, la memoria nos puede recordar todo aquello que necesitamos saber para tener una vida plena: el recuerdo de los actos y las consecuencias de todo aquello que hicimos en el pasado. El problema es que es más fácil a Munin que a Hugin. Si da muerte a Hugin y perdona la vida a Munin es porque, llegados ese momento, no necesita seguir pensando: ha llegado al reino de lo animal, de los dioses, sólo necesita recordar su plan y llevarlo a cabo paso por paso. Improvisar queda fuera de toda posibilidad. Recuerda los pecados de cada uno de sus alumnos y compañeros, cuál es el mal que anida dentro de cada uno de ellos. Ya no necesita a Hugin, la inteligencia, porque todo lo que necesita lo tiene en Munin, la memoria, que le susurra al oído todo lo que necesita saber para llevar a buen puerto sus actos. Su plan está en movimiento, ya no necesita seguir poniendo en situación todas las piezas para que se precipiten como él quiere.
No acaba ahí la conexión germánica. Las referencias a Las cuitas del joven Werther y al efecto Werther —las epidemias de suicidios similares a las cuales ocurrieron a raíz del libro de Johann Wolfgang von Goethe, generalmente entre adolescentes— o el hecho de que Hasumi trabajara durante dos años para Morgenstern, un banco de inversión europeo, convierten al personaje en un extraño híbrido germano-nipón. Su trabajo es importante, porque abandonará Morgenstern para dar clases de inglés en Japón después de un evento turbio: tener que abandonar la empresa al verse implicado en un suicidio, después de haber declarado que «yo no mato por placer», bajo el espeluznante comentario de su jefe directo: «ya sabes, este mundo es sólo para criminales ambiciosos y hambrientos de dinero. No para asesinos psicóticos».
Ya hemos visto cómo se caracteriza al personaje protagonista, pero, ¿cómo se caracteriza a todos los demás personajes? A través del arte. La diferencia es que donde Hasumi es construido a través del simbolismo que se da en obras extradiegéticas, en los demás acude exclusivamente al orden intradiegético. Cuadros de colegiales sin rostro, maniquíes con la cabeza enjaulada en la casa de un profesor homosexual en el armario —y para rematar, también ese mismo profesor superpuesto sobre la cultura de una mujer de alambre— o un alumno de la clase 4 preparando una cabeza de maniquí ensangrentada para la atracción que están preparando para el festival del colegio: una ruta del terror inspirada en el infierno. Todos los personajes son deshumanizados simbólicamente, hasta convertirlos en un objeto —un par de bragas, un micrófono— o en cualquier obra de arte de las que ya hemos señalado. Pura violencia estructural, la narrativa de nuestra sociedad condenando al infierno a los niños, a los homosexuales y a las mujeres: a todos aquellos que no son útiles, que no siguen el patrón del hombre heterosexual trabajador.
No existe ninguna lección completa hasta que se da por terminada, hasta que se dan los detalles finales que atan todos los hilos que se han ido sacando por el camino. Al fin y al cabo, ¿quién es el profesor aquí? Seiji Hasumi. Durante todo el metraje, incluso durante todo este análisis, sólo seguimos su punto de vista. Él es el narrador. Y cuando al final grita que él cree en Odín, que ha actuado bajo su mandato, entendemos la auténtica dimensión de lo ocurrido: Miike se ha puesto su piel para jugar con nosotros. He ahí su mente maestra. Edifica la película sobre la construcción narrativa de la personalidad de un personaje que es, a su vez, la construcción metódica de la máscara con la que éste se defenderá de sus crímenes. Hasumi es el narrador, el asesino definitivo; Macky Messer, al que todos saben culpable, pero al que nunca se puede demostrar que lo sea. Es un ángel de la muerte. Implacable, ilegible, perfecto: incluso antes de su caída ya ha construido su coartada, que no sabemos si es su auténtica personalidad o sólo otro de sus juegos. Quizás ni siquiera haya ninguna diferencia entre ambos aspectos: él es, en sí mismo, la deconstrucción del psicokiller.
La deconstrucción ha sido (in)útil porque, en último término, el relato ha sido manipulado de forma brillante para dirigirnos hacia un callejón sin salida. O como adelantamos ante, la ironía acompañando de forma constante al espectador. Miike nos da una lección sobre mal, sobre como todo acto es un proceso narrativo: podemos deconstruir las raíces culturales del mal, pero eso no significa que el mal no pueda ensamblarse dentro de nuestras raíces para operar sin que podamos encontrar el modo de condenarlo. Porque el mal es relativo, pero antes de deconstruir los relatos ajenos antes debemos hacerlo con los nuestros.
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