¿Dónde están los límites de la juventud? Afirmar que hoy somos menos jóvenes que ayer es lógico, pero poner una frontera de cuándo nos hemos convertido en personas maduras o envejecidas es problemático. Incluso el concepto en sí lo es. ¿Se deja de ser joven al madurar o al hacerse viejo? Si es el primer caso, entonces deberíamos suponer que la juventud es una cualidad indeseable del aprendizaje que se debe pasar como una enfermedad, como un tránsito hacia un estado existencial más deseable; si es el segundo caso, entonces deberíamos suponer que la juventud es un tránsito hacia un estado deplorable, que, aunque inevitable, resulta en suma indeseable. Ninguna de estas respuestas se antoja demasiado satisfactoria. Hablamos de juventud sin saber de lo que hablamos, sin delimitar su significado, porque saberlo supondría que existe algo así como patrones existenciales compartidos por todos los seres humanos: en tanto la existencia humana no tiene sentido a priori, «joven» no significa nada salvo lo que cada persona ha llegado a creer que significa.
En el caso del joven Martin Birck, ser joven presupone un peso inexorable. Desde que nace va perdiendo lentamente sus privilegios, adentrándose cada vez más en las responsabilidades de un mundo, que no es necesariamente el mal llamado «mundo adulto», que no le reconoce como individuo de pleno derecho: si al principio tiene familia, hermana y amigos, progresivamente los va perdiendo por presiones sociales o personales que va conduciendo a cada uno hacia un lugar diferente. El lugar que la sociedad dictamina que es el suyo. Crecer es, a ojos de Birck, aprender a perder. Significa dejar atrás la juventud, abrazar la resignación, dejarse arrastrar por dinámicas opresivas como único método efectivo para seguir vivo. Y, de vez en cuando, permitirse la (mínima) rebeldía que nos devuelva a la juventud, a la emoción, a la calidez imperturbable de los otros.
Hjalmar Söderberg desgrana los horrores de la sociedad de su tiempo, de cómo aniquila lentamente el espíritu poético —o en sus palabras, la juventud— de todos aquellos que la habitan, sin juzgar que sea posible en ningún momento escapar de ello. En la sociedad nacimos y a la sociedad pertenecemos. Como el joven Martin Birck ante el desacuerdo con su madre con la idea de Dios, lo único que cabe es el silencio: callar, pues intentar hacer comprender a los demás nuestros sentimientos es inútil. Es mejor vivir a sus espaldas como realmente desearíamos hacerlo en público, o esa es idea de libertad que desarrolla aquí Söderberg. Hacerse adulto es resignarse a habitar el mundo tal y cómo es.
No existe lucha, no existe posibilidad de cambio. No estamos ante un héroe kafkiano fagocitado por una maquinaria social perfecta, capaz de destruir hasta el último pedazo de humanidad que habite el mundo, sino ante el aristocrático nihilismo que acepta con parsimonia su destrucción siempre y cuando pueda permitirse aquel pequeño acto de rebeldía que le hace sentir como si alguna vez hubiera sido libre. Libertad envenenada, porque sólo sirve para perpetuar su estado de desdicha. El joven Martin Birck se desliza por sus días como una sombra de sí mismo, aceptando su destino, fantaseando con la posibilidad de que algo cambie —pero negándose, de acto y palabra, a ser el iniciador de cualquier clase de cambio, ya sea vital o social— haciendo cargo al mundo de la responsabilidad de darle todo aquello que anhela. Como si hubiera razón alguna para que el mundo respondiera, como si el mundo no fuera una entelequia sin conciencia ni voluntad.
Y al final, el amor. La única ventaja de ser un personaje de novela es que podemos esperar que el autor se apiade de nosotros, que nos regale aquello que necesitamos, incluso cuando eso puede arrojar un subtexto conservador, agrio, si es que no directamente reaccionario. La no tan joven novia de Martin, que por no tener no tiene ni juventud ni virtud ni nombre, es el personaje sobre el cual acaba orbitando todo el peso dramático. Söderberg se permite, a través de ella, reflexionar sobre el papel de las mujeres en la sociedad. Privadas de cualquier apetencia sexual, condenadas de forma abierta si demuestran algún interés en él, son seres cuya virtud reside en su juventud y con su juventud pierden toda posible virtud; deben casarse no por amor o siquiera para ser mantenidas, sino porque deben entregar lo único que tienen, la juventud, como pago para mantener su virtud. Dependen de la virtud extensiva de un hombre que las cuide. E incluso aunque el análisis sea certero, Martin no lo comprende: lo único que desea es poder desposar a su novia, hacerla virtuosa indirectamente por ser la mujer de un hombre socialmente aceptable.
Las diatribas contra la religión no llegan a ningún lado en La juventud de Martin Birck. El protagonista desea exactamente lo mismo que los demás, convive con las ideas cristianas sobre la virtud y cualquier ruptura con aquellas se le antojan un accidente, una liberación necesaria porque no le permiten alcanzar los mismos estándares que los demás. No le oprimen las cadenas, le oprime la idea de no poder tener las mismas cadenas que sus mayores. Los jóvenes sin futuro, que no pueden hipotecarse para tener una casa y casarse para hipotecar igualmente sus vidas, añoran las cadenas de sus padres y sus abuelos, desestimando que lo suyo son igualmente cadenas: desean lo que la moral les ha impuesto, sin pensar en liberarse. No conciben alternativas, lo que había es lo que desean.
No existe algo así como la juventud. Existen personas que son esponjas, que están dispuestas a aprender cosas nuevas y desechar las obsoletas, y luego está la arenosa mayoría, que repele todo sin empaparse de ello. Reaccionario en todos los aspectos, el joven protagonista se pretende revolucionario cuando no hace nada salvo llorar por el paraíso perdido. Paraíso perdido que nunca fue tal, que no era más que el infierno de la normatividad disfrazada con las galas de la costumbre.
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