Todo deseo es siempre reflejo de nuestras más íntimas ansiedades. No deseamos aquello que no podamos tener, sino aquello que, independientemente de si podemos o no tenerlo, nos produce la ansiedad de estar en disposición de perderlo o no llegar a tenerlo nunca; el deseo no es algo que se produzca con vistas de futuro o que se pierda en el momento de apropiárselo, sino exactamente lo contrario: es un movimiento originario, algo que nos hace sentir como si hubiera sido siempre parte constitutiva de nosotros mismos. En tanto su presencia es indeleble, nuestra relación con el deseo es, por necesidad, de una intimidad absoluta. Cuando deseamos no buscamos la resolución de lo deseado, satisfacer con la mayor brevedad posible ese impulso —porque, de hecho, no tiene resolución posible: cumplir nuestro deseo sólo nos confiere un alivio momentáneo ya que, en tanto sirva para satisfacernos, seremos más dependientes del mismo al hacerlo — , sino al hecho mismo de seguir deseando.
No definimos el deseo a través del hecho de desear, sino de la continuidad del deseo. En ese sentido, El ganso salvaje trata no tanto de una historia de amor, frustrada o no, como del deseo que nace entre dos personas separadas por el frágil velo de su propia ansiedad; durante toda la novela no presenciamos los intentos de estar juntos de dos jóvenes enamorados, sino las excusas que buscan para poder prolongar el máximo tiempo posible la no culminación de su deseo. Su extensión ad infinitum. Ni Otama, siempre asomada a la ventana para poder verle pasar volviendo de la universidad, ni Okada, volviendo siempre por el mismo camino para poder saludarla con un sutil movimiento de sombrero, hacen nada por conocerse: se desean con muchísima intensidad, constantemente hablan el uno del otro, pero apenas sí llegan a cruzarse. Y finalmente les separa un ganso, un ganso salvaje, que impide que Otama pueda ver una última vez a Okada antes de que éste se vaya a Europa. Aun con todo, no es una historia de amor trágico tanto como de deseo truncado.