Todo deseo es siempre reflejo de nuestras más íntimas ansiedades. No deseamos aquello que no podamos tener, sino aquello que, independientemente de si podemos o no tenerlo, nos produce la ansiedad de estar en disposición de perderlo o no llegar a tenerlo nunca; el deseo no es algo que se produzca con vistas de futuro o que se pierda en el momento de apropiárselo, sino exactamente lo contrario: es un movimiento originario, algo que nos hace sentir como si hubiera sido siempre parte constitutiva de nosotros mismos. En tanto su presencia es indeleble, nuestra relación con el deseo es, por necesidad, de una intimidad absoluta. Cuando deseamos no buscamos la resolución de lo deseado, satisfacer con la mayor brevedad posible ese impulso —porque, de hecho, no tiene resolución posible: cumplir nuestro deseo sólo nos confiere un alivio momentáneo ya que, en tanto sirva para satisfacernos, seremos más dependientes del mismo al hacerlo — , sino al hecho mismo de seguir deseando.
No definimos el deseo a través del hecho de desear, sino de la continuidad del deseo. En ese sentido, El ganso salvaje trata no tanto de una historia de amor, frustrada o no, como del deseo que nace entre dos personas separadas por el frágil velo de su propia ansiedad; durante toda la novela no presenciamos los intentos de estar juntos de dos jóvenes enamorados, sino las excusas que buscan para poder prolongar el máximo tiempo posible la no culminación de su deseo. Su extensión ad infinitum. Ni Otama, siempre asomada a la ventana para poder verle pasar volviendo de la universidad, ni Okada, volviendo siempre por el mismo camino para poder saludarla con un sutil movimiento de sombrero, hacen nada por conocerse: se desean con muchísima intensidad, constantemente hablan el uno del otro, pero apenas sí llegan a cruzarse. Y finalmente les separa un ganso, un ganso salvaje, que impide que Otama pueda ver una última vez a Okada antes de que éste se vaya a Europa. Aun con todo, no es una historia de amor trágico tanto como de deseo truncado.
Hasta el momento hemos eludido con elegancia la pregunta más importante para entender la obra, ¿quién está narrando la novela? Ni Otama ni Okada, ya que es un narrador externo que los ha conocido a ambos y fusiona sus puntos de vista para concretar la totalidad de lo ocurrido. Ni siquiera nos oculta ese hecho. Es un personaje sin implicación en lo acontecido más allá de ser compañero de Okada cuando ocurrieron, conocido de Otama años después de que ocurrieran; en ningún momento se nos presenta o nos hace saber quién es, sólo que lo narrado es algo que conoce de primera mano. ¿Por qué razón un narrador ocultaría su identidad tan celosamente? Antes de contestar, parémonos en uno de los fragmentos de la novela.
«Igual que cuando un clavo puede cambiar el rumbo de una historia, una caballa hervida en miso servida para cenar en Kamijō fue lo que causó que Okada y Otama jamás volvieran a verse. Hay una historia más allá, pero el resto no está recopilado dentro de esta novela titulada El ganso salvaje».
Resulta sospechoso que un novelista explicite la idea de fondo de su historia a través de una frase al final de la misma. Es demasiado obvio. ¿Qué hay entonces de la posibilidad de que no sea más que una observación puntual, intentar hacer entender que no hay más historia porque no existe necesidad de ello? Es posible que no quisiera narrarnos la historia de un amor imposible, algo imposible de olvidar independientemente de cuantos años hayan pasado —cosa que podríamos defender en tanto Otama parece recordar todo en detalle, aunque bien podría ser que sólo lo recuerde como una anécdota y sea el narrador el que haya rellenado las lagunas con lo que sabía de la historia por Okada — , ni siquiera de cómo la casualidad desempeña un papel perentorio en el destino de las personas, sino algo mucho más prosaico: cómo el deseo, en tanto reflejo de la ansiedad, nos puede impedir actuar.
No es descabellado pensar en eso. El destino de todos los personajes se ve mediado por la ansiedad en la misma medida que por el deseo, como si una fuerza implicara necesariamente la otra: Okada desea irse a Europa para convertirse en médico, pero no quiere dejar atrás su vida; Otama accede a ser amante de un usurero pero para no ser una carga para su padre, pero no quiere abandonarlo; el padre de Otama quiere que ella pueda tener una buena vida incluso si debe ser como amante de un usurero, pero no quiere separarse de ella; el usurero desea casarse con Otama, pero no concibe separarse de su familia. En todo deseo existe un germen de ansiedad. De ahí que esa implicación sea siempre bidireccional, que todo deseo esté enredado con la propia ansiedad que genera, retroalimentándose mutuamente el uno al otro. ¿Quién es el único que carece de deseo o ansiedad en el relato? No el lector, que desea saber si los protagonistas acabarán juntos, sino el narrador, Ogai Mori.
Volvamos sobre nuestros pasos. Si deducimos que el narrador es Ogai Mori es porque no declara nunca su identidad, por extensión es fácil deducir que el escritor es el narrador, pero también porque habla de su época de estudiante de medicina, carrera que el propio Mori estudió en su momento. Si además sumamos que declarar que el relato es una novela, que está escribiendo una novela, deducimos que no existe ni ruptura de la cuarta pared ni narrador interno: está intentando hacernos creer que el relato es real. Eso cambia las reglas del juego. Si lo pensamos desde esa perspectiva, que no es más que una crónica novelada de algo que ocurrió de verdad, El ganso salvaje adquiere otro matiz: la ansiedad del desconocimiento, el deseo de conocer.
Ni siquiera el lector se libra de la pulsión deseante. Primero desea saber qué ocurrirá, después se pregunta quién es el narrador y, cuando deduce que sólo puede ser Mori, se pregunta si todo lo que nos ha narrado ocurrió en la realidad o sólo es fruto de su fértil imaginación. De ahí que afirmemos que ni el destino ni el amor son sus temas, sino el deseo: su maestra es tal que incluso es lector es capaz de sentir esa irrefrenable ansiedad que acompaña toda forma del deseo. En eso quedará, en cualquier caso. Todo deseo es siempre incumplido, ya que satisfacerlo sólo nos hace desear más: cuando estamos cerca del final de una obra que nos entusiasma primero deseamos que no acabe para, cuando ha terminado, desear empezarla de nuevo. Es un sentimiento razonable. Nuestro deseo se renueva a través de sí mismo, sentimos ansiedad porque no queremos que acabe, porque queremos que se mantenga siempre dentro de nosotros, porque desearíamos poder habitar el espacio de nuestro deseo, pero en el proceso necesitaríamos sacrificar nuestra propia vida: sólo los locos y los enfermos pueden habitarlo; el deseo requiere su propia negación, la ansiedad de no satisfacerlo, para poder renovarse de forma constante.
A nadie debería importar como continúa la historia. Qué fue de los personajes es irrelevante en tanto el deseo habita su propio tiempo, tiempo circular que se define en el comienzo y final de la satisfacción del propio deseo. Carece de sentido saber qué ocurrió después, cuando rompieron con el tiempo. Si Mori se hace a un lado, negándonos acontecimientos posteriores, es porque eso ya sería otra historia, otro deseo si es que se reencuentran: una caballa hervida en miso servida para cenar en Kamijō puede cambiar el rumbo de la historia, basta con que sea capaz de romper el flujo deseante de dos enamorados.
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