Etiqueta: EC Comics

  • muéstrame el camino a casa, sureño inmanente

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    El Clavo, de Rob Zombie, Steve Niles y Nat Jones.

    Entre la crí­ti­ca siem­pre hay una sis­te­má­ti­ca ten­den­cia ha­cia po­la­ri­zar­se con la pers­pec­ti­va del gé­ne­ro: aun­que el te­rror ‑co­mo la cien­cia fic­ción o la fantasía- sean ya ele­men­tos clá­si­cos de las ar­tes si­gue ha­bien­do una con­si­de­ra­ción de ella co­mo me­no­res; aun­que ha­ya obras de gé­ne­ro con­si­de­ra­das clá­si­cos se les da esa con­si­de­ra­ción co­mo ex­cep­ción, co­mo obras tras­cen­den­tes de su pro­pia con­di­ción. Esto, su­ma­do al aca­de­mi­cis­mo fé­rrea­men­te ab­yec­to que pro­ce­san al­gu­nos de es­tos su­je­tos, se ve­rá pro­yec­ta­do con aun ma­yor fuer­za en el ca­so de una fi­gu­ra co­mo la de Rob Zombie, re­pre­sen­ta­ción de to­dos los va­lo­res del whi­te trash ‑de la cul­tu­ra po­pu­lar y, por ex­ten­sión, menor- que cris­ta­li­zan en sus obras. Es por ello que aun­que se pon­ga al la­do de uno de esos au­to­res de cul­to que tras­cien­den su con­di­ción de au­to­res de gé­ne­ro, Steve Niles, a la ho­ra de abor­dar cual­quier có­mic de Zombie siem­pre ha­brá un pre­jui­cio pre­sen­te por par­te de la co­mu­ni­dad crí­ti­ca. Y, en es­te ca­so, qui­zás lo sea con más ra­zón que nunca.

    En es­ta oca­sión nos po­ne­mos en la po­si­ción de Rex «El Clavo» Hauser lu­cha­dor de wrestling, pa­dre de fa­mi­lia y hom­bre ma­du­ro cu­ya con­di­ción fí­si­ca co­mien­za a de­caer pe­ro no pue­de per­mi­tir­se ren­dir­se que ten­drá que com­ba­tir con­tra mons­truos re­cién sa­li­dos del averno que in­ten­ta­rán des­truir su fa­mi­lia. Es así co­mo de­sa­rro­lla la idio­sin­cra­sia su­re­ña a to­dos sus ni­ve­les (el te­rror de la EC Comics, el wrestling ade­más del cul­to al cuer­po, la as­tu­cia y la vo­lun­tad so­bre la téc­ni­ca y la in­te­li­gen­cia) pa­ra aca­bar en una or­gía de vís­ce­ras, one-lines y splash pa­ges don­de de­sa­rro­llar el es­ti­lo ma­ca­rra que le ha gran­jea­do a Zombie el des­pre­cio de la crí­ti­ca oficialista.

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  • la base de la intencionalidad es la temporalidad

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    A la ho­ra de abor­dar una pie­za ar­tís­ti­ca, aun­que en reali­dad lo ha­ga­mos en to­dos los po­si­bles pla­nos exis­ten­cia­les, nos mo­ve­mos en la clá­si­ca di­co­to­mía mo­ral bueno-malo, el “pro­ble­ma” es que así siem­pre pe­ca­mos de caer en la ab­so­lu­ta sub­je­ti­vi­dad; lo bueno y lo ma­lo es­tá en los ojos que lo mi­ran. He ahí la ma­yor pro­ble­má­ti­ca a la ho­ra de juz­gar Insidious, de James Wan, que arras­tra la la­cra de ser juz­ga­da en unos tér­mi­nos per­so­na­les sin una teo­ri­za­ción pre­via. Entonces, ¿qué de­be­ría­mos con­cluir an­tes de ha­blar de la pe­lí­cu­la? Del te­ma pre­do­mi­nan­te du­ran­te to­do su me­tra­je: la auto-consciencia.

    Dividida en tres frag­men­tos ému­los del te­rror clá­si­co de los 80’s ‑ca­sa en­can­ta­da, in­ves­ti­ga­ción so­bre­na­tu­ral y via­je al otro lado- Wan nos pro­po­ne un cam­bio brus­co en tono en ca­da uno de ellos. La gra­ve­dad ca­si dra­má­ti­ca del pri­mer frag­men­to de­ja pa­so de un te­rror hu­mo­rís­ti­co en la se­gun­da con to­dos los des­ca­be­lla­dos per­so­na­jes pre­sen­ta­dos pa­ra la oca­sión pa­ra aca­bar en un úl­ti­mo ac­to digno de la más de­men­te EC Comics; el con­jun­to de su di­ver­si­dad es, pre­ci­sa­men­te, el di­va­gar en una evo­lu­ción cons­tan­te. Y he ahí la auto-consciencia de la pe­lí­cu­la, no hay trán­si­tos gra­tui­tos o sin ra­zón al­gu­na, to­do es cohe­ren­te en su pro­pia con­for­ma­ción só­lo que, co­mo to­da gran obra, só­lo se com­pren­de en tan­to se ve en pers­pec­ti­va de con­jun­to. El tra­ba­jo de Wan es cons­cien­te de lo que es, ten­dien­do des­de el hu­mor más idio­ta has­ta mo­men­tos de au­tén­ti­co pa­vor, pe­ro siem­pre man­te­nien­do un tono co­mún, uni­fi­ca­dor, que só­lo se ve en tan­to uni­dad con­for­man­te en sí misma.

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  • cuando tintin conoció a freud

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    Acercarse al tra­ba­jo de Charles Burns es siem­pre una cues­tión ex­tre­ma­da­men­te de­li­ca­da ya que, in­clu­so cuan­do se mo­de­ra, su tra­ba­jo re­quie­re de ver mu­cho más allá de lo que hay en una lec­tu­ra su­per­fi­cial. Su es­ti­lo, tan­to ar­gu­men­tal co­mo vi­sual, es in­trin­ca­do y siem­pre con una se­rie de re­fe­ren­cias que es ne­ce­sa­rio do­mi­nar pa­ra po­der acer­car­se a él. No es una ex­cep­ción su úl­ti­mo tra­ba­jo, X’ed Out, es más, se hi­per­bo­li­za en gran me­di­da to­dos esos tics de Burns.

    Nuestro pro­ta­go­nis­ta, Doug, un día se le­van­ta y des­cu­bre que hay un agu­je­ro en la pa­red de su ha­bi­ta­ción y, si­guien­do a su ga­to muer­to, se in­ter­na en él lle­gan­do a pa­rar a un mun­do dis­tó­pi­co don­de los hom­bres la­gar­to do­mi­nan el mun­do. Explotando la es­té­ti­ca de eu­ro­có­mic nos ha­ce una pe­cu­liar pre­sen­ta­ción de un via­je ini­ciá­ti­co co­mo el de Alicia en el País de las Maravillas. Todo lo que se de­sa­rro­lla en es­te mun­do es ex­tra­ño y te­rro­rí­fi­co, guar­dan­do cier­tos pa­ra­le­lis­mos con el pe­cu­liar te­rror kitsch que tan­to y tan bien cul­ti­va­ría en su día la EC Comics. De es­te mo­do Doug, en ba­ta, sin di­ne­ro y per­di­do en un mun­do que no es el su­yo se va to­pan­do len­ta­men­te con que es­ta nue­va reali­dad es más pa­re­ci­do a un ba­rrio po­bre lleno de mu­tan­tes de Bagdad que a cual­quier lu­gar de Occidente. Con es­to pre­sen­te lo úni­co que pue­de ha­cer el po­bre Doug es eva­dir­se me­dian­te flash­backs y sue­ños don­de nos na­rra co­mo era su vida.

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