Existe algo en la ficción que la hace más real que la realidad misma, o al menos más tolerable. Su condición de falsedad, de hablarnos de un mundo posible que no es el nuestro, le permite comunicarse con una sinceridad que es impensable en nuestro mundo: donde exponer la verdad de forma cruda se vería ofensiva en un ensayo o en un documental —ya no digamos en una conversación, donde la verdad está vetada bajo condiciones de corrección social que ocultan la glorificación del autoengaño como base del egotismo social imperante — , en la ficción es aplaudido de forma rabiosa. De forma tácita aceptamos en el engaño como necesario para la armonía social, pero al tiempo no aceptamos que la verdad permanezca oculta de forma perpetua; aceptamos que no podemos decir cualquier cosa, que debemos medir cuando callar incluso lo que la ética nos dice que deberíamos gritar, pero exigimos a la ficción que nos hable sobre nosotros, que no esconda sus cartas dejando todo colgando. Nos engañamos porque no somos capaces de aceptar la verdad, pero la exigimos de forma constante.
Odiamos la verdad, pero exigimos la verdad. Es por eso por lo que reinventar los clásicos, parodiarlos «en clave posmoderna», tiene un sentido práctico: sabemos que ocultan dentro de sí verdades incómodas que nos dolerá escuchar, pero sospechamos que al traerlas al presente nos afectarán de otro modo. Sospecha ingenua, por otra parte. Cuando un clásico es parodiado, distorsionado, llevado hasta el terreno de la sospecha, lo que logramos es poner en suspenso la verdad que transmite, comunicando una verdad más profunda sobre aquellos que consumen esa clase de ficción; la parodia no es un modo de neutralizar o actualizar la realidad detrás de una obra o género, sino el modo a través del cual deconstruimos los modos de la ficción misma.