Existe algo en la ficción que la hace más real que la realidad misma, o al menos más tolerable. Su condición de falsedad, de hablarnos de un mundo posible que no es el nuestro, le permite comunicarse con una sinceridad que es impensable en nuestro mundo: donde exponer la verdad de forma cruda se vería ofensiva en un ensayo o en un documental —ya no digamos en una conversación, donde la verdad está vetada bajo condiciones de corrección social que ocultan la glorificación del autoengaño como base del egotismo social imperante — , en la ficción es aplaudido de forma rabiosa. De forma tácita aceptamos en el engaño como necesario para la armonía social, pero al tiempo no aceptamos que la verdad permanezca oculta de forma perpetua; aceptamos que no podemos decir cualquier cosa, que debemos medir cuando callar incluso lo que la ética nos dice que deberíamos gritar, pero exigimos a la ficción que nos hable sobre nosotros, que no esconda sus cartas dejando todo colgando. Nos engañamos porque no somos capaces de aceptar la verdad, pero la exigimos de forma constante.
Odiamos la verdad, pero exigimos la verdad. Es por eso por lo que reinventar los clásicos, parodiarlos «en clave posmoderna», tiene un sentido práctico: sabemos que ocultan dentro de sí verdades incómodas que nos dolerá escuchar, pero sospechamos que al traerlas al presente nos afectarán de otro modo. Sospecha ingenua, por otra parte. Cuando un clásico es parodiado, distorsionado, llevado hasta el terreno de la sospecha, lo que logramos es poner en suspenso la verdad que transmite, comunicando una verdad más profunda sobre aquellos que consumen esa clase de ficción; la parodia no es un modo de neutralizar o actualizar la realidad detrás de una obra o género, sino el modo a través del cual deconstruimos los modos de la ficción misma.
Si Stage Fright es singular es porque logra ser una más que digna parodia de El fantasma de la ópera sin acabar siendo un remake de la misma, al igual que tampoco intenta competir con otra parodia anterior que no podría batir: El fantasma del Paraíso. No lo es para su propia fortuna. Partiendo de una clave más próxima al giallo que al slasher —no sólo en lo estético, sino también en lo narrativo: el giro final tiene sabor decimonónico, haciéndola al tiempo más próxima al material original — , permitiéndose un inteligente uso del humor y una ambigüedad en los personajes que es poco común en el cine de terror contemporáneo —no hay blanco y negro allá donde el gris es difícil de juzgar, al menos en tanto toda acción (in)moral de los personajes viene justificada por un contexto que explica su comportamiento— su mérito radica en hacer una parodia de los musicales cuando sus números musicales no pasan de dignos, siendo su (hipotética) mejor baza su punto débil, centrándose en el conflicto de fondo, en el thriller. A nadie importa escuchar cantar a las implicadas, sino saber por qué murió la madre de la protagonista y ahora ella parece dirigirse hacia su misma suerte.
La película no oculta sus bazas, juega a cartas descubiertas por más que parezcan engañosas. El director de la representación de El fantasma de la ópera que escenifican en la película afirma que la obra no trata sobre el amor, sino sobre personas que se ocultan detrás de máscaras, de identidades ajenas en las que se sienten más cómodos; aquí juega la parodia, como ironía, mostrando sus cartas: la reinvención de la obra pasa por asumir una estética kabuki, haciendo de la técnica del mie —detenerse en posturas icónicas durante un segundo, que también un clásico del cine de suspense y terror: el asesino parado cuchillo en alto, la víctima gritando estática mirando a cámara— parte esencial de la representación. Todo en la película se conduce como una parodia que guarda una mitología interna propia, siendo la tiempo una deconstrucción del género (el musical, el terror) y una aportación dentro del mismo. Juega a desnudar la verdad dentro de la ficción, hacer patente las reglas que articulan ese otro mundo posible, desde la autoconsciencia presentándose como ficción.
Al verbalizar su tema principal la película no resta enteros al concepto que nos pretende transmitir, sino que los suma en tanto su premisa última es la necesidad de desvelar la verdad al mundo por incómoda que ésta sea. Si funciona es porque acepta que tiene el corazón de un giallo, sabiendo que una estética más marcada no lo haría necesariamente más próxima al género —ya que narrativa y técnicamente es próxima al mismo, incluso cuando lo es también al padre putativo del suspense en general: Alfred Hitchcock—, abrazando su particular fondo sin prejuicio alguno; no teme mostrarse desnudo porque no tiene nada que ocultar, la sinceridad es lo que hace fuerte a su discurso. Por eso se nos ningunea la subtrama romántica, porque la película no trata sobre el amor: las máscaras, la falsedad de algunos otros, impide cualquier acercamiento auténtico entre las personas, provocando que todo sea un baile de identidades y falsedades. No quedan prejuicios por romper, no quedan mentiras que puedan hacerla débil: todo está construido por y para el conflicto ético revelado.
Las verdades se deshojan como la paciente espera del espectador, que se antoja como la espera que antecede al aria principal: sabiendo que es importante disfrutar la espera para entenderla. No sólo es una parodia sobre las claves del género, El fantasma de la ópera o las relaciones entre el cine y el teatro, también es una profunda reflexión sobre los límites de la falsedad humana; cada mentira a nosotros mismos o a los demás nos aleja un paso más de todos cuantos nos rodean, porque no existe mentira que pueda ocultarse permanentemente. Cuando la verdad se impone y triunfa, ni la sangre restituye el daño provocado.
¿Cuáles son los límites de la verdad oculta debajo de nuestras capas de ficción? La sinceridad con la que abordamos la existencia, la posibilidad de arrancarnos las máscaras que portamos antes de que estas nos desfiguran más allá de lo reconocible para nadie.
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