Foribus. Un relato de Andrés Abel

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Acaricias tu pro­pio bra­zo ani­mán­do­lo a re­cor­dar el ca­lor de fue­ra. El por­tal del edi­fi­cio siem­pre ha si­do fres­co, pe­ro hoy la di­fe­ren­cia de tem­pe­ra­tu­ra ha he­cho que se te pon­ga la piel de ga­lli­na. La puer­ta de la ca­lle se cie­rra de­trás de ti mien­tras prue­bas el si­guien­te in­te­rrup­tor. Tampoco fun­cio­na. Emites un chas­qui­do con la len­gua y mal­di­ces en voz ba­ja. Las no­ches son más cor­tas en ve­rano, pe­ro no me­nos oscuras.

Las for­mas que co­no­ces se van de­fi­nien­do, ne­gro so­bre gris, a me­di­da que avan­zas en di­rec­ción al as­cen­sor. Enseguida te per­ca­tas de que es­tá abier­to, con la ca­bi­na apa­ga­da. Te me­tes den­tro de to­dos mo­dos. Ahora es el pa­nel di­gi­tal el que re­ci­be la ca­ri­cia de tu mano. Nada. Una nue­va mal­di­ción. Antes de di­ri­gir­te a las es­ca­le­ras echas un úl­ti­mo vis­ta­zo ha­cia la en­tra­da, a la te­nue luz de las fa­ro­las que atra­vie­sa los cristales.

Iluminas la pan­ta­lla del mó­vil y co­mien­zas a su­bir. Te pre­gun­tas si ha­brá luz en los pi­sos. No ves nin­gu­na aso­man­do ba­jo las puer­tas, pe­ro eso no sig­ni­fi­ca na­da. Seguramente es­tén to­dos dur­mien­do. Aun así, la si­guien­te cues­tión que te plan­teas, co­mo par­te de ese mo­nó­lo­go in­te­rior que tan tran­qui­li­za­dor te re­sul­ta, es si ha­brá al­gún ve­cino co­ti­llean­do por su mi­ri­lla. Te de­tie­nes al fi­nal de la pre­gun­ta, ca­si al fi­nal del pre­sen­te tra­mo de es­ca­le­ra, al ver la puer­ta que tie­nes delante.

La han cam­bia­do. No po­drías des­cri­bir la que ha­bía an­tes —en reali­dad, ni si­quie­ra po­drías des­cri­bir la de tu pro­pio pi­so — , pe­ro es­tá cla­ro que es­ta es dis­tin­ta. Para em­pe­zar no es de ma­de­ra, sino de me­tal, im­po­nen­te, co­mo la de una cel­da o una cá­ma­ra fri­go­rí­fi­ca. No pa­re­ce he­cha pa­ra una ca­sa. Y sin em­bar­go ahí es­tá. Cuando sa­lis­te ya era tar­de, ha­ce so­lo unas ho­ras, y no usas­te el as­cen­sor. Ya de­bía de es­tar pues­ta. Te sor­pren­de no ha­ber­la vis­to en­ton­ces. Carece de mi­ri­lla, pe­ro aún po­drían es­tar ob­ser­ván­do­te por el ojo de la ce­rra­du­ra, pre­pa­ra­da pa­ra una lla­ve an­ti­gua. Giras ha­cia el si­guien­te tra­mo de es­ca­le­ra y la luz del mó­vil te re­ve­la que tam­bién han cam­bia­do la del pi­so de al la­do. El fron­tal es un mo­sai­co de lá­mi­nas remachadas.

Han cam­bia­do to­das las de la plan­ta. Enfocas el nú­me­ro en la pa­red, so­lo pa­ra con­tem­plar al­go fa­mi­liar. La plan­ta de los ob­se­sos de la se­gu­ri­dad. Una de ellas in­clu­so es­tá re­ves­ti­da de pi­cos, co­mo pe­que­ñas pi­rá­mi­des di­sua­so­rias. No hay ma­ne­ra de que hu­bie­ra po­di­do pa­sar­te des­aper­ci­bi­da cuan­do ba­jas­te. Así que han de­bi­do de co­lo­car­las des­pués. En ple­na ma­dru­ga­da. Continúas su­bien­do, sal­tán­do­te un par de escalones.

También han re­em­pla­za­do las si­guien­tes. Puertas me­tá­li­cas fo­rra­das en piel, lle­nas de des­ga­rros, o ador­na­das con con­chas de mo­lus­cos, o con pie­dras bri­llan­tes, en­gas­ta­das co­mo ojos. Ya no te de­tie­nes has­ta lle­gar a tu piso.

Permaneces ab­sor­to en la con­tem­pla­ción de los hue­sos, ator­ni­lla­dos for­man­do un di­bu­jo si­mé­tri­co. La ce­rra­du­ra pa­ra la que no tie­nes lla­ve. El va­cío que com­pri­me las pa­re­des de tu es­tó­ma­go. Te obli­gas a bus­car un nú­me­ro en el mó­vil, pe­ro ter­mi­nas usán­do­lo otra vez co­mo lin­ter­na al es­cu­char el pes­ti­llo del pi­so de enfrente.

La puer­ta de es­ca­mas se abre y exha­la una fi­gu­ra som­bría. (Tú no exha­las, ni tam­po­co ins­pi­ras). Lleva pues­to un fal­dón lar­go y una suer­te de ca­pa­zo ama­rra­do a la cin­tu­ra, ob­je­tos col­gan­do a los la­dos, pa­lan­cas, lla­ves vie­jas, otros en ab­so­lu­to ro­mos. La es­puer­ta so­bre­sa­le de su cuer­po co­mo la ta­za de un re­tre­te de lu­jo, guar­ne­ci­da de ara­bes­cos, y de ella ema­na un va­por frío que te im­pi­de ver su ros­tro. Lo que sea que guar­da den­tro no pa­ra de re­zu­mar so­bre el sue­lo. La vi­sión se te nu­bla y la ca­ra se te hie­la, pe­ro so­lo cuan­do no­tas su con­tac­to com­pren­des que ha lle­ga­do has­ta ti.

Te su­je­ta la ca­be­za con­tra el osa­rio que fue la en­tra­da de tu ho­gar, ta­pán­do­te la na­riz. Pierdes el mó­vil. Escuchas un so­ni­do que te re­cuer­da al se­xo, pro­ce­den­te de la ces­ta, y a con­ti­nua­ción sien­tes có­mo fuer­za den­tro de tu bo­ca una pie­za de car­ne hú­me­da, li­sa, una vís­ce­ra in­de­ter­mi­na­da en la que tus dien­tes se cla­van va­rias ve­ces an­tes de que pue­das es­cu­pir. Braceas y con­si­gues za­far­te y te lan­zas a cie­gas es­ca­le­ras abajo.

Piensas que nun­ca de­ja­rás de caer, pe­ro siem­pre hay una su­per­fi­cie du­ra pa­ra po­ner fin a la ilu­sión del abis­mo. El sa­bor de tu pro­pia san­gre pur­ga en par­te el de la aje­na. Desciendes si­guien­do la ba­ran­di­lla, man­te­nién­do­te le­jos de las puer­tas. Una de ellas bri­lla al ro­jo, co­mo un horno cre­ma­to­rio fue­ra de con­trol, con la le­tra del pi­so arri­ba. Cuando subis­te no es­ta­ba ahí. Dejas su in­can­des­cen­cia muy atrás. Identificas el tin­ti­neo de los hie­rros que col­ga­ban jun­to al ca­pa­zo, ca­da vez más cer­ca. En uno de los gi­ros te gol­peas con­tra una es­qui­na, y es así co­mo te das cuen­ta de que has lle­ga­do a la plan­ta ba­ja. Echas a co­rrer con los bra­zos por de­lan­te ha­cia don­de de­be­ría es­tar la en­tra­da del edi­fi­cio, la fron­te­ra acris­ta­la­da con el ex­te­rior que aho­ra es so­lo ne­gru­ra. Tus de­dos cho­can con­tra un mu­ro de he­rrum­bre y se en­re­dan en alam­bres afi­la­dos (cie­rras las ma­nos en torno a ellos) que se hun­den en la car­ne (ti­ras con to­da tu al­ma) y chi­rrían con­tra los hue­sos. Pasan ho­ras o se­gun­dos. La luz de una es­tre­lla in­me­dia­ta se abre ca­mino en­tre las ho­jas de la nue­va puerta.

Te aden­tras en ella.

El res­plan­dor se de­bi­li­ta has­ta de­vol­ver­te a la reali­dad de la ca­lle. Hay un co­che de po­li­cía blo­quean­do el ama­ne­cer. Te gri­tan pa­ra que te eches al sue­lo, las ca­ras des­en­ca­ja­das. Sigues has­ta tu pe­cho la mi­ra­da del que to­da­vía es­tá sa­can­do su ar­ma. Ves la san­gre se­ca, que sa­bes se re­mon­ta has­ta tus la­bios. Rememoras la sen­sa­ción de la en­tra­ña lle­nan­do tu bo­ca y te in­va­den las náu­seas. Los gri­tos no ce­san. Te arro­di­llas vol­vien­do la ca­be­za ha­cia la en­tra­da y du­ran­te un se­gun­do ves un por­ta­lón oxi­da­do, cu­bier­to por una ma­lla en for­ma de pa­nal, ce­rrán­do­se so­bre sus dos mi­ta­des; y sin em­bar­go son las ho­jas que siem­pre has co­no­ci­do las que ter­mi­nan por en­con­trar­se, co­mo si hu­bie­ran es­ta­do ahí to­do el tiem­po, ca­mu­fla­das por la pers­pec­ti­va, y la sin­fo­nía de tus ar­ca­das se di­lu­ye en la an­da­na­da de por­ta­zos que re­sue­na más allá.

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