Acaricias tu propio brazo animándolo a recordar el calor de fuera. El portal del edificio siempre ha sido fresco, pero hoy la diferencia de temperatura ha hecho que se te ponga la piel de gallina. La puerta de la calle se cierra detrás de ti mientras pruebas el siguiente interruptor. Tampoco funciona. Emites un chasquido con la lengua y maldices en voz baja. Las noches son más cortas en verano, pero no menos oscuras.
Las formas que conoces se van definiendo, negro sobre gris, a medida que avanzas en dirección al ascensor. Enseguida te percatas de que está abierto, con la cabina apagada. Te metes dentro de todos modos. Ahora es el panel digital el que recibe la caricia de tu mano. Nada. Una nueva maldición. Antes de dirigirte a las escaleras echas un último vistazo hacia la entrada, a la tenue luz de las farolas que atraviesa los cristales.
Iluminas la pantalla del móvil y comienzas a subir. Te preguntas si habrá luz en los pisos. No ves ninguna asomando bajo las puertas, pero eso no significa nada. Seguramente estén todos durmiendo. Aun así, la siguiente cuestión que te planteas, como parte de ese monólogo interior que tan tranquilizador te resulta, es si habrá algún vecino cotilleando por su mirilla. Te detienes al final de la pregunta, casi al final del presente tramo de escalera, al ver la puerta que tienes delante.
La han cambiado. No podrías describir la que había antes —en realidad, ni siquiera podrías describir la de tu propio piso — , pero está claro que esta es distinta. Para empezar no es de madera, sino de metal, imponente, como la de una celda o una cámara frigorífica. No parece hecha para una casa. Y sin embargo ahí está. Cuando saliste ya era tarde, hace solo unas horas, y no usaste el ascensor. Ya debía de estar puesta. Te sorprende no haberla visto entonces. Carece de mirilla, pero aún podrían estar observándote por el ojo de la cerradura, preparada para una llave antigua. Giras hacia el siguiente tramo de escalera y la luz del móvil te revela que también han cambiado la del piso de al lado. El frontal es un mosaico de láminas remachadas.
Han cambiado todas las de la planta. Enfocas el número en la pared, solo para contemplar algo familiar. La planta de los obsesos de la seguridad. Una de ellas incluso está revestida de picos, como pequeñas pirámides disuasorias. No hay manera de que hubiera podido pasarte desapercibida cuando bajaste. Así que han debido de colocarlas después. En plena madrugada. Continúas subiendo, saltándote un par de escalones.
También han reemplazado las siguientes. Puertas metálicas forradas en piel, llenas de desgarros, o adornadas con conchas de moluscos, o con piedras brillantes, engastadas como ojos. Ya no te detienes hasta llegar a tu piso.
Permaneces absorto en la contemplación de los huesos, atornillados formando un dibujo simétrico. La cerradura para la que no tienes llave. El vacío que comprime las paredes de tu estómago. Te obligas a buscar un número en el móvil, pero terminas usándolo otra vez como linterna al escuchar el pestillo del piso de enfrente.
La puerta de escamas se abre y exhala una figura sombría. (Tú no exhalas, ni tampoco inspiras). Lleva puesto un faldón largo y una suerte de capazo amarrado a la cintura, objetos colgando a los lados, palancas, llaves viejas, otros en absoluto romos. La espuerta sobresale de su cuerpo como la taza de un retrete de lujo, guarnecida de arabescos, y de ella emana un vapor frío que te impide ver su rostro. Lo que sea que guarda dentro no para de rezumar sobre el suelo. La visión se te nubla y la cara se te hiela, pero solo cuando notas su contacto comprendes que ha llegado hasta ti.
Te sujeta la cabeza contra el osario que fue la entrada de tu hogar, tapándote la nariz. Pierdes el móvil. Escuchas un sonido que te recuerda al sexo, procedente de la cesta, y a continuación sientes cómo fuerza dentro de tu boca una pieza de carne húmeda, lisa, una víscera indeterminada en la que tus dientes se clavan varias veces antes de que puedas escupir. Braceas y consigues zafarte y te lanzas a ciegas escaleras abajo.
Piensas que nunca dejarás de caer, pero siempre hay una superficie dura para poner fin a la ilusión del abismo. El sabor de tu propia sangre purga en parte el de la ajena. Desciendes siguiendo la barandilla, manteniéndote lejos de las puertas. Una de ellas brilla al rojo, como un horno crematorio fuera de control, con la letra del piso arriba. Cuando subiste no estaba ahí. Dejas su incandescencia muy atrás. Identificas el tintineo de los hierros que colgaban junto al capazo, cada vez más cerca. En uno de los giros te golpeas contra una esquina, y es así como te das cuenta de que has llegado a la planta baja. Echas a correr con los brazos por delante hacia donde debería estar la entrada del edificio, la frontera acristalada con el exterior que ahora es solo negrura. Tus dedos chocan contra un muro de herrumbre y se enredan en alambres afilados (cierras las manos en torno a ellos) que se hunden en la carne (tiras con toda tu alma) y chirrían contra los huesos. Pasan horas o segundos. La luz de una estrella inmediata se abre camino entre las hojas de la nueva puerta.
Te adentras en ella.
El resplandor se debilita hasta devolverte a la realidad de la calle. Hay un coche de policía bloqueando el amanecer. Te gritan para que te eches al suelo, las caras desencajadas. Sigues hasta tu pecho la mirada del que todavía está sacando su arma. Ves la sangre seca, que sabes se remonta hasta tus labios. Rememoras la sensación de la entraña llenando tu boca y te invaden las náuseas. Los gritos no cesan. Te arrodillas volviendo la cabeza hacia la entrada y durante un segundo ves un portalón oxidado, cubierto por una malla en forma de panal, cerrándose sobre sus dos mitades; y sin embargo son las hojas que siempre has conocido las que terminan por encontrarse, como si hubieran estado ahí todo el tiempo, camufladas por la perspectiva, y la sinfonía de tus arcadas se diluye en la andanada de portazos que resuena más allá.
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