Hablamos porque necesitamos comunicarnos con los otros, pero esa necesidad proviene de muchas razones diferentes. Incluso considerando que existen tantas razones para hablar como conversaciones existen, podríamos reducir sus usos esenciales hasta dos elementos cardinales que rigen el grueso de las conversaciones: la posibilidad del aprendizaje y la posibilidad del encuentro. En resumen, la transmisión de información. Eso no significa que toda conversación caiga necesariamente en uno de los dos polos. Bien es cierto que existen ocasiones en que nos comunicamos con los otros exclusivamente en busca de información, como cuando preguntamos qué hora es o qué tiempo hace en la calle, o de acercarnos a ellos, cuando preguntamos cómo le ha ido el día o cómo se encuentra a una persona, pero en la mayor parte de las ocasiones se mantiene un equilibrio entre ambos aspectos. Cuando pasamos de la charla casual, del small talk, lo normal es que exista un equilibrio entre un intento de comprender la manera de pensar del otro y nuestra necesidad de afirmación a través de él.
Partiendo de esa premisa, las conversaciones de artistas suelen tener el peso específico de esa doble balanza calibrándose de forma constante: son interesantes por descubrir el pensamiento o la técnica del autor, pero también para empatizar con alguien que ya admiramos incluso antes de llegar hasta sus conversaciones. Es importante tener en cuenta esa distinción. Cuando nos acercamos hacia la conversación ajena no lo hacemos con la intención de intervenir, de apropiarnos de la conversación, sino de presenciarla desde la barrera sin terminar de bajar hasta el ruedo nunca; más que dialogar con el artista, lo cual ocurre cuando nos enfrentamos contra su obra en ese duelo singular llamado lectura, estamos dialogando con nuestra idea del mismo. En el caso de Últimas palabras de Yukio Mishima no estamos ante una excepción.