Aquello que mal llamamos «mal», fuerza que depende siempre de la perspectiva desde la que se mire, es una forma tan abstracta, tan inasible, que la pretensión de definirla resulta ridícula. Intentarlo redunda en fracaso. Incluso si acudimos a las tautologías clásicas, donde sí cobra cierta lógica: «el mal es el mal» o «el mal es lo que no es el bien», que tampoco clarifican nada, cualquier pretensión de poder caracterizarlo acaba siempre en el sumidero de nuestra propia imposibilidad lingüística. No hay palabras para hablar del mal. O aunque las haya, no las hay para encerrarlo en ellas. El mal como concepto, como entidad, es algo que se filtra en el discurso como una impresión que debe ser buscada de forma activa, pero sólo se manifiesta como tal en tanto percibida; si se escribe un texto malvado pero nadie lo percibe así, no redunda en mal alguno. El mal como posesión, para el hombre, es una entelequia.
Aunque conocido por excesos, excesos sexuales, excesos sanguinolientos, Suehiro Maruo no sólo conoce de violencia; en al menos una ocasión, ocasión extraña en cualquier caso, alejó sus pasos del camino extremo para sumergirse en constantes poco habituales. Poco habituales como para necesitar allanar el terreno para explicitar cuales: la comedia blanca de tintes sobrenaturales. Partiendo de tal premisa tampoco asusta —o no en tanta medida, si admitimos que siempre es agradable salir de lo trillado— saber que Guichi Guichi Kid acaba ser más juego travieso que ruptura radical son su canon; su búsqueda ya no se da en la belleza o lo maravilloso, los motivos clásicos de Maruo, sino en otra más abstracta: la justicia.