Aquello que mal llamamos «mal», fuerza que depende siempre de la perspectiva desde la que se mire, es una forma tan abstracta, tan inasible, que la pretensión de definirla resulta ridícula. Intentarlo redunda en fracaso. Incluso si acudimos a las tautologías clásicas, donde sí cobra cierta lógica: «el mal es el mal» o «el mal es lo que no es el bien», que tampoco clarifican nada, cualquier pretensión de poder caracterizarlo acaba siempre en el sumidero de nuestra propia imposibilidad lingüística. No hay palabras para hablar del mal. O aunque las haya, no las hay para encerrarlo en ellas. El mal como concepto, como entidad, es algo que se filtra en el discurso como una impresión que debe ser buscada de forma activa, pero sólo se manifiesta como tal en tanto percibida; si se escribe un texto malvado pero nadie lo percibe así, no redunda en mal alguno. El mal como posesión, para el hombre, es una entelequia.
Aunque conocido por excesos, excesos sexuales, excesos sanguinolientos, Suehiro Maruo no sólo conoce de violencia; en al menos una ocasión, ocasión extraña en cualquier caso, alejó sus pasos del camino extremo para sumergirse en constantes poco habituales. Poco habituales como para necesitar allanar el terreno para explicitar cuales: la comedia blanca de tintes sobrenaturales. Partiendo de tal premisa tampoco asusta —o no en tanta medida, si admitimos que siempre es agradable salir de lo trillado— saber que Guichi Guichi Kid acaba ser más juego travieso que ruptura radical son su canon; su búsqueda ya no se da en la belleza o lo maravilloso, los motivos clásicos de Maruo, sino en otra más abstracta: la justicia.
Sin derroches ero-guro, sin derroches esteticistas en general —salvo quizás su final, cercenando una cabeza que sirve más como gamberrada de niño caprichoso que como acto fundamentado en lo narrativo; como si no pudiera resistir sádicos impulsos primarios — , nos propone una tierna fábula sobre la infancia desde sus propios códigos. Su estilo gráfico no cambia, mas sí evoluciona: se obceca en detalles voluptuosos, quizás con un trazo más infantil que de costumbre, salvo por una excepción: Guichi Guichi, su protagonista, tiene un diseño bastante simple. No es que carezca de diseño, o esté realizado con desgana; mas al contrario, su diseño refuerza lo ordinario y nimio que es su personaje: es pequeño, débil, ni siquiera bello. Se sumerge dentro de su propio código estético para juzgar su otra orilla, el bien clásico, asociándolo no a la fealdad —que ya la esgrimió en La sonrisa del vampiro como el producto de la corrupción — , sino a lo inane. El bien, Gichi Gichi, pequeño Buda, debe ser juzgado por actos y no por aspecto: si destacara por hermosura o repulsión, podría ser juzgado por algo que no fuera lo que hace.
Ese juicio se nos representa no a través del que podamos ejercer a partir de sus actos, que también en tanto tenemos un punto de vista privilegiado —el resto de niños desconocen los poderes esotéricos del protagonista, propiciando así una identidad heróica secreta del personaje: es mundano incluso para no serlo — , sino a través de su interés romántico: Rumi. Ella, niña bonita por dentro y fuera, por fuera por aquello que emana de su interior —de nuevo, otro clásico de Maruo: la belleza femenina que emana de la pureza, con Midori de ejemplo, heredado de su interés por el Divino Marqués—, siempre lo defiende por ser capaz de apreciar la belleza que emana de él, por conocerla emanando de sí; reconocen su bondad mutua, porque su preocupación es compartida: los más débiles siempre están presentes en sus pensamientos. Incluso cuando el más débil es el que ejerce el mal —su sentido de la justicia está afinado hasta lo paradójico: copiar está mal, pero no perjudica a nadie salvo al que copia; motivo suficiente de castigo para Gichi Gichi — . He ahí también la razón de su amor, inocente por puro, no por inocente menos amoroso: ejemplifican el amor no como enamorarse de una idea pre-concebida del otro, sino de lo que el otro es. Aman aquello que reconocen de positivo en sí mismos, aquello que les devuelve la mirada.
Gichi Gichi quiere ser un niño normal. Nada más. Salvo que cuando se tiene poderes mágicos, además de excepcional sentido de la justicia, es imposible ser normal; aunque tierna, siendo perturbadora la idea de ternura que maneja Maruo, es una historia que no tampoco se limita en su representación: bullying, secuestros o magia negra son acontecimientos connaturales a su vida. Su historia se circunscribe en una ternura siniestra, incapaz de alejarse de su innata oscuridad: le da poderes, le hace combatir en nombre de la justicia y lo arroja al mundo slapstick.
Su tono, humorístico, rayano lo idiota, redunda en la intención de Maruo de escribir una historia apta para todos los públicos; ahora bien, lo que entiende por ello escora de forma preocupante hacia las lides de la controversia: sus atmósferas, malsanas, como ocultando males imposibles insinuados tras cada esquina, contrastan con lo infantil de sus planteamientos. Su oscuridad no es vacua, ni se basa en la construcción del pavor por medio del saber algo oscuro oculto; es la misma clase de terror que respiran los cuentos infantiles populares: el saber que detrás de cada enseñanza, por naïf que acaben por ser sus finales, se oculta en fondo algo más siniestro que todo superficie. Quizás herencia del dibujo, que asociamos con el ero-guro, quizás la atmósfera sempiterna del autor, que exhala por todos sus poros; en cualquier caso, el matiz siniestro que oculta Gichi Gichi siempre parte de aquello que se nos escamotea: desconocemos sus poderes, por qué ignoran eventos sobrenaturales, por qué nadie sospecha nada del tributo al horror que se oculta detrás de cada carcajada inocente.
Cada página de Gichi Gichi Kid es una crueldad insondable, más profunda que la negrura de la tinta que le da forma. Ahí reside su belleza. Es tan malsano, tan abyecto sin razón, que se introduce en la mente para poner oscuros huevos de odio en nuestro cerebro; podemos sentir como un dios cruel nos persigue para castigar nuestra humanidad, nuestras faltas, escudándose en la belleza de la bondad. Quizás disfrutemos esa maldad. Quizás, al final, sólo aquel que abraza el mal de forma consciente es el que trae nuestra paz de espíritu.
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