Nuestras condiciones materiales condicionan nuestras formas de vida. Aunque pueda pecar de obvio, no lo es tanto. No es lo mismo tener una renta anual suficiente como para no ser necesario trabajar, para mantenernos con vida, que tener que trabajar en condiciones miserables para conseguir esa misma cantidad, que servirá para mantenernos con vida sólo para seguir trabajando. Sólo eso ya determinará lo que podamos hacer con nuestra existencia. Si alguien quiere escribir, investigar o hacer cualquier otra actividad que no genere un beneficio tangible inmediato, ya sea en recursos monetarios o humanos —ya que el cuidado de la casa o la crianza de los hijos también es una forma de trabajo — , necesita unas condiciones de vida mínimas para poder hacerlo. Y si bien es obvio, es algo que se nos ha escapado durante siglos.
Cuando invitaron a Virginia Woolf a hablar sobre la relación entre la novela y la mujer no intentó desentrañar la mística femenina o si existe una poética de la mujer en contraposición de la del hombre, sino por qué había tan pocas mujeres en la historia que habían sido artísticamente relevantes. Y se encontró con que la razón, lejos de los motivos biológicos que aducían los hombres, tenía que ver con las condiciones materiales en las cuales han vivido las mujeres a lo largo de la historia. A fin de cuentas, ¿cuántas pudieron permitirse dedicarse a la contemplación cuando se les prohibieron los estudios, controlar su propio dinero y, aún peor, se las confinó entre las cuatro paredes de una casa que tuvieron que mantener funcionando mientras los hombres hacían la política o la guerra, sólo un puñado ese arte al cuál sólo ellos podían aspirar? Pocas. Sólo aquellas que lograron tener un cuarto propio, un espacio donde nadie las molestara después de acabar sus tareas. Y aun con todo, tuvieron que hacerlo en la clandestinidad que es sólo propia de las mujeres: no aquella de la prohibición, común a ambos sexos, sino del paternalismo que ve injusto para ellas hacer algo «para lo que no están capacitadas».