Promesas de mil mundos nuestros. Una lectura de «Historias del arcoíris» de William T. Vollmann

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Los lí­mi­tes de lo real son di­fu­sos. Para la ma­yo­ría de las per­so­nas, in­ser­tos en unas di­ná­mi­cas so­cia­les es­tan­da­ri­za­das, sa­lir­se del ca­non es­pe­cí­fi­co aus­pi­cia­do pa­ra su género/edad, es co­mo aso­mar­se al abis­mo im­po­si­ble de la irrea­li­dad: con­ce­bir que hay otras vi­das, otras po­si­bi­li­da­des, es co­mo asis­tir al na­ci­mien­to de un agu­je­ro ne­gro ca­paz de ab­sor­ber su mun­do en­te­ro. Es el abis­mo de­vol­vién­do­les la mi­ra­da. Por eso se li­mi­tan a se­guir ade­lan­te, sin pen­sar mu­cho, y cues­tio­nán­do­se aún me­nos lo que les ocu­rre, pa­ra no ten­tar la des­apa­ri­ción de las con­vic­cio­nes al res­pec­to de lo co­no­ci­do. Al fin y al ca­bo, to­do lo que que­da más allá de su reali­dad no es más que lo irreal en­tran­do por la fuer­za en el ho­gar de la ra­zón. Incluso aun­que esas otras for­mas de vi­da sean tan reales, sino más, que la suya.

En Historias del ar­coí­ris se ha­ce un re­tra­to de és­tas for­mas sis­té­mi­cas in­ser­tas en el ex­te­rior del sis­te­ma, ya que ha­bi­tan fuera-pero-dentro del mis­mo a tra­vés de un uso mu­tua­lis­ta o pa­ra­si­ta­rio de és­te, a tra­vés de su plas­ma­ción li­te­ra­ria. Enfermos de SIDA, va­ga­bun­dos, skinheads y coreano-americanos re­ci­ben el mis­mo tra­to en la au­top­sia; en to­dos los ca­sos, exis­te una bús­que­da del en­cuen­tro con la ano­ma­lía que va fil­trán­do­se co­mo un es­pe­so icor de ex­tra­ñe­za: las his­to­rias no son de en­tra­da os­cu­ras o con un tono ma­le­vo­len­te tras de sí, aun­que en úl­ti­mo tér­mino la ma­yo­ría lo sean, sino que re­tra­tan los rin­co­nes os­cu­ros de la ex­pe­rien­cia del mun­do. Una ex­pe­rien­cia de la cual la ma­yo­ría re­nun­cia. Bien sea en los ca­sos ex­tre­mos de pa­to­lo­gías ine­na­rra­bles o del me­ro en­cuen­tro con el otro, en es­te se­gun­do ca­so con una bri­llan­te pro­yec­ción de co­mo la otre­dad tie­ne sus pro­pias otre­da­des —el con­flic­to co­reano es crear su pro­pio sub­mun­do don­de lo oc­ci­den­tal es in­de­sea­ble; del mis­mo mo­do, sien­ten un des­pre­cio por los skinhead que no de­ja de ser una pro­yec­ción del mis­mo des­pre­cio que re­ci­ben de ellos y, a su vez, del des­pre­cio ori­gi­na­do des­de una es­fe­ra mo­ral su­pe­rior; ven en ellos un abis­mo do­ble­men­te abis­mal: son oc­ci­den­ta­les y mar­gi­na­dos — , los re­la­tos nos si­túan siem­pre an­te la in­có­mo­da ne­ce­si­dad de mi­rar al abis­mo. Un abis­mo que es­tá ahí, pe­ro pre­fe­ri­mos no recordar.

Hasta que pun­to William T. Vollmann se in­fil­tra o de he­cho vi­ve ya en el abis­mo, es una pre­gun­ta le­gí­ti­ma. En tan­to és­te re­tra­ta de for­ma ob­se­si­va, por­me­no­ri­za­da, cons­tan­te, ca­da uno de los de­ta­lles ni­mios de esas vi­das pa­ra­le­las, de esas reali­da­des ocul­tas, lo más sen­ci­llo se­ría creer que de he­cho vi­ve cons­tan­te­men­te en­tre las rui­nas de lo que la so­cie­dad de­no­mi­na nor­ma­ti­vo; en tan­to pa­re­ce que siem­pre es­tá su­je­to a una dis­tan­cia pru­den­te, sin in­vo­lu­crar­se en pro­fun­di­dad —lo cual no es un de­fec­to per sé ya que, al fin y al ca­bo, es im­po­si­ble in­tro­du­cir­se has­ta el tué­tano en ca­da una de las po­si­bles ca­ver­nas que pla­gan el abis­mo; no al me­nos cuan­do, en­tre és­tas, mu­chas son con­tra­dic­to­rias en­tre sí — , no po­de­mos de­cir que per­te­nez­ca allí. O no de for­ma per­ma­nen­te. Por eso su mi­ra­da que va más allá de la del tu­ris­ta, pe­ro tie­ne una pro­fun­di­dad da­da que ex­ce­de la que pu­die­ra te­ner el ha­bi­tan­te, le sir­ve pa­ra di­sec­cio­nar los ele­men­tos de la vi­da en las cloa­cas del sis­te­mas. Cloacas que en mu­chos ca­sos son más hi­gié­ni­cas y bri­llan­tes que la su­per­fi­cie, o al me­nos tan di­fe­ren­tes co­mo pa­ra que la pa­la­bra «cloa­ca» su­fra una des­te­rri­to­ria­li­za­ción: no son los su­mi­de­ros don­de van a pa­rar los des­he­chos de la so­cie­dad, son de he­cho micro-sociedades pa­ra­le­las por va­lor propio.

La mi­ra­da que plan­taa tie­ne que ver más con el ar­coí­ris del tí­tu­lo que con la idea de mun­dos pa­ra­le­los, ex­tra­ños o in­de­sea­bles, que po­dría te­ner una in­men­sa ma­yo­ría de la gen­te: son lu­ga­res le­ja­nos, que só­lo pue­den apre­ciar­se des­de la dis­tan­cia, ca­da uno po­se­yen­do un co­lor de una be­lle­za par­ti­cu­lar. Como un pris­ma de reali­da­des fru­to del cli­ma, del am­bien­te, que só­lo pue­de apre­ciar­se en muy con­ta­das oca­sio­nes: a me­nu­do, de for­ma pá­li­da; a me­nu­do, só­lo al­gu­nos de sus co­lo­res. No son ni cloa­cas ni abis­mos, son otra co­sa.

Vollmann ha­bi­ta esos co­lo­res del ar­coí­ris. No es só­lo un vi­si­tan­te oca­sio­nal, es de he­cho un ha­bi­tan­te des­de que per­te­ne­ce ha­cia una ex­tra­ña ra­za de hom­bres: los le­trahe­ri­dos in­ca­pa­ces de pa­sar un día sin es­cri­bir, sin de­jar una fra­se sin co­rre­gir, sin pa­sar por un tex­to sin pen­sar. Por eso su lec­tu­ra es siem­pre des­de la ra­re­za ha­cia la ra­re­za, no pre­ten­dien­do ha­cer un re­tra­to asép­ti­co y sen­ci­llo, pe­rio­dís­ti­co —ac­tual­men­te, si­nó­ni­mo de «asép­ti­co» pa­ra la ma­yo­ría — , o asu­mien­do una fun­ción me­ra­men­te in­for­ma­do­ra al res­pec­to de aque­llos subur­bios aje­nos a la co­ti­dia­ni­dad que re­tra­ta; pre­ten­de bus­car las co­ne­xio­nes en­tre las ex­tra­ñe­zas, su pro­xi­mi­dad con el ar­te y lo hu­mano, re­fle­jar­se en ello por ex­tra­ño que re­sul­te; na­da en él con­tie­ne ni un atis­bo de mez­quin­dad o in­te­rés: es un re­tra­to co­ci­na­do, na­da cru­do, que nos da los fru­tos de tem­po­ra­da ali­ñan­do un pla­to prin­ci­pal en su pro­pio ambiente.

Por eso las Historias del ar­coí­ris son tan adus­tas, du­ras y di­fí­ci­les en la es­cri­tu­ra co­mo lo son en su con­te­ni­do; lo pa­ra­dó­ji­co es que no pa­re­cen te­ner un de­sa­rro­llo de­li­ca­do, pu­li­do ad nau­seam, sal­vo en aque­llos mo­men­tos don­de se per­mi­te bus­car la ca­brio­la que pue­de re­tra­tar con me­jor ve­ro­si­mi­li­tud el ni­mio de­ta­lle que en esa oca­sión pre­ten­da trans­mi­tir. Es un pla­to ex­qui­si­to, pe­ro no da la sen­sa­ción de que el chef se ha­ya ma­ta­do en la co­ci­na: no le ha­ce fal­ta: el sa­bor va cre­cien­do en el re­cuer­do, y se am­pli­fi­ca cuan­do se re-visita el plato. 

¿Cómo re­tra­tar aque­llo que nos es más ajeno, más le­jano, si es im­po­si­ble trans­mi­tir­lo tal cual es con una pro­sa lím­pi­da, bru­ñi­da, si con eso só­lo con­se­gui­ría­mos ha­cer ese mal lla­ma­do pe­rio­dis­mo que qui­ta to­da sin­gu­la­ri­dad de los acon­te­ci­mien­tos na­rra­dos? A tra­vés del ar­te. Sólo a tra­vés del vi­vir y re­tra­tar esas ex­pe­rien­cias co­mo par­te de al­go que de­be ser con­ta­do, que de­be ser con­ta­do con ne­ce­si­dad, es po­si­ble pa­ra no­so­tros en­ten­der la ver­da­de­ra pro­fun­di­dad que es­con­den tras de sí; las co­ne­xio­nes que se dan en­tre las di­fe­ren­tes his­to­rias se van crean­do con na­tu­ra­li­dad por las flo­ri­tu­ras del len­gua­je que nos de­jan en­tre­ver una di­men­sión hu­ma­na más pro­fun­da que el me­ro sen­sa­cio­na­lis­mo de los he­chos. Por eso es efectivo. 

Retratar la reali­dad tal y co­mo es, só­lo es po­si­ble a tra­vés de un ar­te com­pro­me­ti­do con al­go más que con la fal­sa idea de trans­mi­tir unos va­lo­res li­te­ra­les, lla­nos, da­dos de en­tra­da; la li­te­ra­tu­ra pue­de pa­re­cer sim­ple, pe­ro só­lo se lo per­mi­te si es a tra­vés de la más­ca­ra de la sen­ci­llez: al­go tan com­ple­jo que es­con­de su pro­fun­di­dad de­trás de un tra­ba­jo ex­qui­si­to. Sólo así pue­de re­tra­tar­se la apa­ren­te sim­pli­ci­dad del arcoíris.

Comentarios

Una respuesta a «Promesas de mil mundos nuestros. Una lectura de «Historias del arcoíris» de William T. Vollmann»

  1. […] Flores Constans, 20/11/2013 Ricardo Menéndez Salmón, 14/11/2013 Álvaro Arbonés, 11/11/2013 ARA, 02/11/2013 La Nueva España, 31/10/2013 Estado Crítico, 29/10/2013 José Ángel Barrueco, […]

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