En el imaginario masculino —o para ser exactos, la de una clase específica de hombres — , se da cierto paradigma mental en el cual se asocian de forma equivalente la música y las mujeres. No existe una separación clara entre como se tratan esos dos conceptos en ese imaginario testosterónico. Quizás añadiendo al alcohol o las drogas al conjunto, quizás incluso los coches, podríamos re-construir una tesis al respecto de qué elemento puede sostener una cierta idea común entre todas esas cosas: la gestión de la economía libidinal. Robert Crumb, y especialmente Mis problemas con las mujeres, entraría dentro de esta etología.
Hablar de «gestión de la economía libidinal» puede sonar a innecesaria boutade con la cual pretender explicar algo sencillo, que los hombres son unos cerdos que se basan en sus privilegios patriarcales para imponer su falocracia —claro que, si ésta es una explicación sencilla, entonces tendríamos que plantearnos nuestras definiciones— o que éstos se dejan llevar constantemente por sus instintos más básicos —ésta, tan simple como la anterior, pero más sencilla. El problema es que no es tan simple. En tanto no somos animales y no podemos hacer lo que deseamos a cada momento, porque de hacerlo se desmoronaría nuestra civilización, existe la imperiosa necesidad de gestionar el deseo; entonces, se hace absurdo no ver el deseo como un proceso económico en el cual existe una producción que debe gestionarse a través del intercambio simbólico: uno gestiona su deseo o bien como compra-venta de bienes y servicios (prostitución, pero también el matrimonio para una inmensa mayoría de personas —hay un intercambio mercantil de afecto y sexualidad exclusiva blindada bajo contrato, con obligaciones sexuales denominadas «maritales»; una gestión libidinal del deseo afectivo-sexual en un contrato de interés mutuo: en el matrimonio se proyecta al otro como objeto amoroso — ) o como un gasto sin beneficio (siendo el amor auténtico la forma más obvia de esta forma económica: uno ama sin buscar ser recompensado o ser amado, ama porque proyecta su deseo al otro como sujeto de su amor).
¿Qué tiene que ver ésto con Crumb? El hecho de que la gestión libidinal que practica es siempre la suma cero de una forma de economía clásica: trata a las mujeres como trata a sus vinilos de música blues, como una gestión de intercambio simbólico mediada por contratos (orales o escritos) a través de los cuales cimentar su relación. No hay posibilidad de un deseo proyectado como «deseo sin retorno». Cuando enferma de celos, cuando desprecia a las mujeres por no devolver el deseo que orienta hacia ellas, lo único que está haciendo es proyectar su concepción mercantil de las relaciones sobre las mujeres: ellas son objetos de deseo que en tanto tal deberían poder ser adquiribles a través del intercambio de diferentes cualidades. «Ellas se van con los macarras guapines mientras pasan mi, que soy un buen chico» —dirá, o podría decir Crumb, en éstas sus primeras historias. ¿Qué ocurre? Que proyecta una serie de valores absolutos (ser guapo, ser macarra, ser buen chico) a los cuales dota de un valor de intercambio específico (ser buen chico > ser guapo > ser macarra: para ser novio), que no coincide con el que le dan ellas (ser guapo > ser macarra > ser buen chico: para ser novio). Por eso aquí el intercambio sólo tiene dos posibilidades: cuando ocurre no se valora al otro por que es un objeto fruto del intercambio de cualidades deseables equivalentes y cuando no ocurre no se valora al otro porque no sabe valorar la escala objetiva de valor que hemos creado como absoluta en nuestras cabezas.
Por eso como gestionan las relaciones de pareja sus personajes, siempre de mierda hasta el cuello, se hace transparente: los fracasados se resienten y buscan conseguir el máximo beneficio de sus gestiones economícas hasta entonces fallidas —por ejemplo, pasando del deseo de «tener sexo con mujeres» a «tener sexo que resulte humillante para las mujeres» para comprobar el límite de su propio valor; lo buenos que son depende de cuanto están dispuestas a hacer por ellos y, por extensión, buscan el máximo beneficio neto del intercambio al no saber cuando volverá a ocurrir — , y los triunfadores derrochan en un círculo ciego de deseo estancado en el cual necesitan cada vez mayores cantidades de beneficio que no pueden gestionar para sentir algo —o lo que es lo mismo, se convierten en yonkis: del alcohol, de las drogas, del sexo; tanto da — . Cosifican a las mujeres y humanizan a las cosas en un círculo vicioso extraño, ya que las mujeres son como cosas-personalizadas y las cosas son como mujeres-cosificadas.
Los problemas con las mujeres de Robert Crumb es el problema que tiene cualquiera que comprende sus relaciones vitales como una gestión meramente mercantil sin la posibilidad de introducir lo humano, lo mágico, lo ritual, en su existencia. Ésto se hace particularmente patente en Jelly Roll Morton’s Voodoo Course, donde el protagonista Jelly Roll Morton se encuentra bajo los efectos de lo que, al menos el cree, que es un hechizo vudú. Y paga para quitárselos. Gasta todo su dinero, como si el dinero pudiera revertir las consecuencias profundas de la existencia, en conseguir volver a la normalidad, a su normalidad — la magia, que no deja de ser la injerencia de lo extraño de lo real en la vida, es la antítesis de la economía en tanto genera beneficios o pérdidas sin gestión: eso busca evitar, la incomprensión de su fracaso.
¿Por qué de repente una historia de vudú en una serie de historias que tenían un corte más biográfico, con un enfoque particular en la relación de los hombres con las mujeres? Porque es una proyección de ese deseo estancado que va fagocitando lentamente a cualquiera que pretenda poder creer que controlar sus deseos como intercambios mercantiles puede producir resultados deseables a medio o largo plazo. Todos los personajes de Crumb acaban impotentes, o en crisis existenciales. El único que consigue salir de su propia impotencia vital, también al único que no se le proyecta hacia lo sexual de manera explicita —aunque se insinúe en forma de subtexto a través de su esposa — , es el propio Crumb: al pretender gestionar sus deseos económicamente, intercambiando un retrato por algo de sexo extramatrimonional, fracasa; al gestionar sus deseos como un gasto sin beneficio, al dibujar sobre su crisis existencial porque lo único que conoce ya es la crisis misma, consigue redimirse de su angustia. Al salir del círculo vicioso de la gestión financiera del deseo, consigue una excitación vital nueva.
Lo que tiene que ver ésto con la música, es más obvio de lo que podría parecer: los músicos que triunfan son los que hacen oídos sordos del desprecio de sus mayores para crear su propio estilo, la única discográfica que triunfa es la que sigue apostando por las rarezas en vez de ir a tiro fijo, el único melómano que disfruta es aquel que disfruta y no gestiona el coleccionismo ciego. Con la música como con las mujeres, que es la vida misma, la cuestión es siempre saber dar sin intereses más de lo que se gestiona por interés comercial.
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