Aunque no seamos conscientes hasta que punto es cierto, existe una distancia infinita entre teatro y cine: ambos necesitan de actores, directores, escenarios y guiones, lo cual les asemeja en una (falsa) proximidad que nos hace creer en la facilidad de su trasvase; en verdad, sus elementos no pueden sustituirse libremente: el salto de lo teatral a lo cinéfilo, no digamos ya al contrario, rara vez da usufructos. Son dos medios diferentes y diferenciados; no resulta ningún mérito haber sido actor de teatro para abordar la tarea del cine, cuando las cualidades necesarias para cada uno de éstos son diferentes entre sí. Si pensamos el teatro debemos hacerlo de forma ajena al cine, igual que no pensamos el cine desde el teatro, para poder elucubrar así tesis que sean consistentes con la única realidad patente que debe interesarnos en tanto tal: la actuación en un espacio-tiempo en escala, sin montar.
Encontrarse con Takashi Miike ya no detrás de las cámaras —que también, pero de forma secundaria: es un complemento, no base, del proyecto — , sino detrás de las cortinas tiene algo de catártico. Catártico porque tiene algo de respuesta. Demon Pond es un clásico del teatro nipón que nos cuenta una historia muy querida en su país, una historia de amor y responsabilidad que ha tenido ya decenas, sino cientos, de re-lecturas; un clásico que hace enfrentarse al japonés contra un guión ya mil veces trillado, del que nada epatante puede introducirse: sus trucos de chico espectacular o bien no funcionan o son ya conocidos en la obra: si conseguía llevar a buen puerto la producción es porque había algo más aparte de sentido exquisito para la boutade. Lo había.