Si la función del arte es desvelar la verdad del mundo, lo único propiamente humano es leer. Leemos cuando escuchamos música, cuando vemos un cuadro o una película; leemos cada vez que charlamos con un amigo, que discutimos con nuestro cuñado o cuando hacemos el amor con nuestra pareja; cuando intentamos saber que significa una risa, una lágrima, un suspiro; incluso, y aunque parezca extraño, cuando abrimos un libro estamos leyendo. Leo, luego existo.
Leer en último término podría considerarse hacer una geografía de las obsesiones propias, porque toda lectura está siempre sesgada por la interpretación que cada individuo particular desee darle a lo leído; no existen sentidos unívocos y absolutos, productos de una cierta autoría en un sentido fuerte: sólo nos queda el texto. Por supuesto, esto no significa que haya muerto el autor. Si nos acercamos a cualquier libro de Don DeLillo, incluso si consideramos que cada una de nuestras lecturas será diferente a las del resto, habría que admitir una serie de rasgos que se repiten de forma constante en su prosa: la soledad del artista, la comunicación de éste con su público, la locura como fermento para la articidad. No es difícil hacer un cartografiar las obsesiones particulares de un autor. Lo interesante será entonces ir más allá, descubrir como conectar esas obsesiones con todas aquellas obsesiones que quedan fuera, que no son parte inherente del discurso buscado por el autor. Leer es interpretar, e interpretar es poner en paralelo las obsesiones del autor con las nuestras propias. En último término, todo leer es un diálogo.