Si la función del arte es desvelar la verdad del mundo, lo único propiamente humano es leer. Leemos cuando escuchamos música, cuando vemos un cuadro o una película; leemos cada vez que charlamos con un amigo, que discutimos con nuestro cuñado o cuando hacemos el amor con nuestra pareja; cuando intentamos saber que significa una risa, una lágrima, un suspiro; incluso, y aunque parezca extraño, cuando abrimos un libro estamos leyendo. Leo, luego existo.
Leer en último término podría considerarse hacer una geografía de las obsesiones propias, porque toda lectura está siempre sesgada por la interpretación que cada individuo particular desee darle a lo leído; no existen sentidos unívocos y absolutos, productos de una cierta autoría en un sentido fuerte: sólo nos queda el texto. Por supuesto, esto no significa que haya muerto el autor. Si nos acercamos a cualquier libro de Don DeLillo, incluso si consideramos que cada una de nuestras lecturas será diferente a las del resto, habría que admitir una serie de rasgos que se repiten de forma constante en su prosa: la soledad del artista, la comunicación de éste con su público, la locura como fermento para la articidad. No es difícil hacer un cartografiar las obsesiones particulares de un autor. Lo interesante será entonces ir más allá, descubrir como conectar esas obsesiones con todas aquellas obsesiones que quedan fuera, que no son parte inherente del discurso buscado por el autor. Leer es interpretar, e interpretar es poner en paralelo las obsesiones del autor con las nuestras propias. En último término, todo leer es un diálogo.
Alguien muy dado a la obsesión interpretativa, aun cuando sólo sea como modo de verse reflejado en el espejo deformante de la proximidad, sería Thomas Bernhard. Detrás de su desprecio por la vida, está el vitalismo; detrás de su obsesión por retratarse, está el otro. Nada más. Pero quizás por ello lo interesante de él es que su obsesión primaria sea Ludwig Wittgenstein, el cual según David Foster Wallace nos condeno a estar encerrados en una prisión más grande: quizás no exista el solipsismo absoluto, pero en cualquier caso estamos encerrado en el lenguaje con los otros. No es un problema para Thomas Bernhard. Si el articula su visión del mundo a través de un «yo» reflejado en «él», sólo en ocasiones en «ti» —no es baladí que sólo en la segunda persona necesitemos declinar su función para entendernos, pues de mi estoy demasiado próximo y de él demasiado lejano: tú eres mi problema con el solipsismo — , es para intentar encontrar el modo en el cual el lenguaje nos traiciona; apuñala la corrección para un escribir mal que deviene escribir bien. Inventa «su» lenguaje para «si mismo».
Eppur si muove. ¿Pero hacia donde?
Incluso si somos optimistas, no existe una verdad unívoca que podamos revelar más allá de una cierta intuición contingente de lo que es: «lo que es, es, pero podría no ser; lo que no es, no es, pero podría ser» —podríamos decir si no temiéramos que nos creyeran cayendo en un posmodernismo que nos resulta infinitamente lejano. No podemos hablar de nada. Pero ese nada es todo lo que nos importa, todas las obsesiones que desarrollamos a través de la lectura; todo de lo que no se puede hablar: de ética, de estética, de sentimientos, de política, de arte, et al. Todo sumido más allá de todo lo que se puede decir, que sin embargo es aquello que sentimos como lo más próximo.
Eso no debería resultarnos un problema porque nuestra propia existencia es algo de lo que no podemos hablar, es algo que sólo podemos leer. Cuando rememoramos nuestra vida, o es más, cuando vivimos nuestra vida, no hacemos nada más que leer una serie de signos dispersos por el mundo al respecto de los cuales reaccionamos; leo porque soy un ser humano, y no podría no leer sin dejar de serlo. De lo que no se puede hablar, al menos si se puede leer.
De lo que se puede hablar es de lo que es así de facto, incluso cuando podría haber sido de otra forma pero ya jamás será. Los hechos históricos y las leyes científicas, desde dos ámbitos completamente divergentes —aun cuando el segundo determine sobre el primero, pues la infabilidad del tiempo provoca la conversión de la historia en unívoca y sólo hasta cierto punto — , son de lo único que se puede hablar: son como son, e incluso cuando podrían haber sido de otra manera, no cambiarán con el tiempo. Sólo podemos hablar del estatismo. Todo aquello que se mueve, se retuerce, se proyecta con violencia, puede ser leído pero no hablado, porque su verdad se mueve, se retuerce, se proyecta con violencia en conjunción con ello. Todos los animales hablan, pero sólo nosotros leemos. Un perro puede hablar con la tierra mejor que nosotros, y tan bien como nuestras máquinas sismológicas, para predecir un terremoto; un perro no puede leer el valor de Round About Midnight de Thelonious Monk.
Si de hecho «la justificación del arte es la combustión interna que se enciende en los corazones de los hombres y no sus manifestaciones superficiales, externalizadas, públicas», como afirma Glenn Gould, es porque toda lectura es privada. Incluso cuando se hace pública, sigue siendo privada: un libro, una película, una fotografía, está hablándome a mi y las conexiones que hago en mi interpretación son aquellas que sólo me incumben a mi. Y si compartimos experiencias sobre ese cierto arte, incluso si sólo es el metafórico compartir de la lectura en sí misma en la cual se hace participe a un autor ausente, estaremos dialogando nuestras lecturas: eso es (un) contrapunto.
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