Southland Tales, de Richard Kelly
Cuando el futuro fue ayer, e incluso el post-apocalipsis nos parece tan lejano que todo colapso de la civilización se nos antoja familiar, el presente se vuelve urgente. Las noticias es la película de ciencia ficción más veraz, en la calle nos encontramos una lógica hiperreal más atroz que cualquier fantasía cyberpunk —tanto como para que William Gibson ya no haga cyberpunk, sólo novelas que son prácticos análisis de la contemporaneidad — : vivimos saturados de tal manera que cualquier posibilidad de recepción del devenir futuro no es vedado: vivimos en un presente que es un eterno futuro.
El mundo, como una herida abierta que ya nunca cicatriza, es el lugar donde debemos encontrar un sentido de nuestra propia identidad a través del cual podamos comprendernos a nosotros mismos. El problema es que si se es de Los Ángeles, la ciudad de cuarzo nacida de la alienación y el simulacro, toda identidad se torna siempre máscara; si es imposible tener una identidad bajo la subyugante lógica del capitalismo tardío por culpa de la alienación que desconecta nuestro ser de nuestra existencia, en Los Ángeles la moneda de cambio es el saber fingir tener una identidad propia. Es por eso que la ciudad ha sido siempre un epicentro de cultura y economía, pero siempre como una función simulacral, disfrazada de entidades ajenas: no existe una cultura propia de Los Ángeles, sino que ésta es fagotizada a través de la importación de talento externo. El capitalismo, como Los Ángeles, es capaz de asumir en su interior cualquier clase de pensamiento o desarrollo práctico, por muy lejano de sí mismo que éste sea; lo único que no puede, es crear talento propio.
Southland Tales no sería más que la expresión práctica de lo que supone la lógica del capitalismo personificada en una ciudad que ha sido siempre considerada como su particular paradigma. Una vez El Paso ha quedado reducido a cenizas, la tercera guerra mundial y la separación del Southland de EEUU parece ya inevitable; al tiempo, la ley patriótica da lugar a una nueva agencia, la US-IDent, a través de la cual se buscara censurar Internet. La guerra provocará la aceleración de la quema de combustibles fósiles, lo cual vendrá a solucionarlo el inventor Baron von Westphalen a través del Fluid Karma: el aprovechamiento del oceano como una máquina de movimiento perpetuo a través del cual suministrar energía eléctrica limpia —siendo evidente aquí todo lo anterior, pues la solución viene de la apropiación de un talento exterior — .
¿Qué es lo que hace aquí Richard Kelly? Acumular una serie infinita de simulacros, de lógicas paralelas que el capitalismo ha fagotizado como suyas propias. Desde el reality show de unas porn star capaces de conjugar la teoría queer con la imbecilidad pura hasta los movimientos neo-marxistas en oposición a las fuerzas del poder —pero que, en último término, se nos presentan como situadas en un acomodaticio equivalente paralelo — , toda la lógica subyacente a estas historias de Southland podría ser tanto una desquiciada novela de Thomas Pynchon como la historia real de Los Ángeles en los próximos cinco años.
El entrelazamiento que se produce entre todos los ecos fantasiosos a partir de los cuales están construidos la película y la realidad diaria del capitalismo es tal que resulta, hasta cierto punto, una película realista en sus ambiciones. El entrelazamiento cuántico que acaba por ser el nexo común de todas las historias, bien sea porque se busca que éste no origine una catástrofe o porque se busca su uso práctico sean cuales fueren las consecuencias de su uso —haciendo así de nuevo una dicotomía clásica a través de la imagen de la lucha contra la técnica, contra la explotación de la naturaleza — , nos sirve también como metáfora de como se construye la lógica de la película. Cada uno de los elementos de la película que seguimos más de cerca (Boxer Santaros y Private Pilot Abilene) sólo se pueden comprender en su proximidad, en aquello que los une de forma profunda, a través del análisis particular de todo el sistema en el cual están circunscritos; sólo a partir de que entendemos como todas las figuras del sistema se despliegan sobre el escenario, podemos entender la situación de relación entre los dos protagonistas —que, para más inri, no llegan a encontrase nunca — .
La película se nos muestra de éste modo tan excesiva, tan entrelazada en toda su crítica, que es imposible coger un sólo elemento para analizarlo de forma pormenorizada ignorando los demás: si pretendemos hablar de Southland Tales, debemos hablar de la totalidad de los hechos que en él acontece. Incluso si no queremos o no nos interesa, nuestro edificio quedaría cojo si no cogiéramos cada uno de los elementos teóricos que acaban por configurar el mapa definitivo del capitalismo (en forma de opereta) que supone la película.
Su intrincado desarrollo se desnuda con placer ante nuestros ojos haciendo acopio de la desvergüenza necesaria para que observemos cada uno de sus puntos, incluso aquellos más al límite, incluso aquellos que otros ocultarían sólo por vergüenza de que pudieran ser vistos sus defectos. Es por eso que no tiene demasiado problema en narrarnos planes de aniquilación con un musical o presentarnos anuncios y fragmentos de reality shows o informativo como ventana a través de la cual poder comprender la lógica que subyace detrás de esa preponderancia discursiva tan dada al exceso: el capitalismo, representado en el US-IDent, quiere ocultar que exista alguna forma de conexión entre todas las cosas contrario al discurso oficial —lo cual sería a través de la semi-metáfora de la censura de Internet, que es más sugestiva si se piensa como una metáfora del intento de anular toda posibilidad de que exista una conexión absoluta — ; los neo-marxistas buscarían el mismo propósito que la US-IDent, pero para su propio discurso; y el individuo medio sólo quiere salvar la vida ante el evidente choque de ideologías ciegas que no responden más que por sus propios intereses.
Intentar hacer una lectura de Southland Tales roza lo imposible; en último término, no es más que la historia fundacional de un nuevo estado que no existe porque, de hecho, no es más que una espeluznante metáfora al respecto de nuestro propio mundo. La historia de como el mal, todo aquello que no se circunscribe dentro de ningún gran pacto ideológico, de una identidad auténtica, se ha quedado ya siempre fuera de la historia.
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