No existe ser humano que no tenga por cara una máscara. Incluso quienes pretenden lo contrario. A fin de cuentas, vivir exponiendo nuestros miedos, deseos y sentimientos es el método más rápido y eficaz para acabar siendo dañado, si es que no explotado. De ahí la necesidad de una máscara. De ocultar aquello que somos a través de alguna clase de filtro.
Pero no acaba ahí la función de la máscara. Al igual que oculta aquello que somos, también oculta aquello que son los otros; no porque los otros vayan enmascarados, que también, sino porque, en la elección de nuestra máscara, estamos creando un modo de ver el mundo. Porque, del mismo modo que ni los símbolos ni las ideas son inocentes, el rostro con el que nos presentamos también dice algo al respecto de nuestros prejuicios y necesidades. De aquello con lo que queremos interactuar, con lo que no y cómo queremos hacerlo. Porque, en última instancia, la máscara no sirve sólo para ocultarse, sino también para mostrarse.