Cumplir nuestros deseos siempre tiene un precio. Precio que se paga con carne, con el tiempo invertido, que ya nunca volverá a nosotros. De ahí que haya que tener cuidado con lo que deseamos, no sólo porque pueda cumplirse, sino porque puede ponernos en la situación de tener que perder por el camino otras muchas cosas importantes.
Fede Álvarez parece tenerlo claro. Desde su debut con el remake de Evil Dead, donde llevaría la deslavazada historia original de Sam Raimi al contexto paralelo de la caza de brujas meets la rehabilitación forzosa de una joven adicta a las drogas aislándola en una cabaña en el bosque, es bastante fácil comprobar cuáles son sus patrones estilísticos. No sólo aquellos de orden estético, como su preferencia por materiales más próximos al terror de derribo, sino también temático, como puede ser la articulación de sus historias a través del deseo o las ideas divergentes (e irreconciliables) de lo que (o quien) es bueno o malo. Porque, a diferencia del director de cine de terror medio, criado en el fandom y sólo remitiéndose al mismo, Álvarez aprovecha su convicción de lo positivo de mantenernos aterrorizados para, en el proceso, contarnos algo que va más allá del miedo.
Don’t Breathe puede sorprender, de hecho, por su cambio de tono con respecto de Evil Dead. Aunque estéticamente guarda una similitud reverencial, siendo evidente que pertenecen al mismo autor, en términos narrativos parecen dos películas completamente desligadas entre sí. Pero sólo lo parecen. Porque, más allá de lo aparente, siempre es posible encontrar aquellos rasgos de los que sólo provee una familiaridad próxima.
¿Por qué parecen tan diferentes entonces? Porque Don’t Breathe comienza haciéndose pasar por un ejemplo avant la lettre de home invasion. A fin de cuentas es la historia de tres ladrones que, al entrar a robar en la casa de un ciego, acaban encontrándose cara a cara con el terror. Algo que parece más emparentado con Panic Room que con su anterior película. Pero no es así. Porque aunque ambas películas tratan sobre la angustia de no poder escapar —siendo que, además, comparten ciertos rasgos estilísticos: la influencia de Fincher en Álvarez es indudable — , la película de Fincher trata sobre la angustia de permanecer encerrado y la de Álvarez sobre la angustia de no poder dejar atrás el encierro. A uno le interesa lo que se deja dentro, al otro lo que no se puede dejar.
Eso no implica que no haya nada en lo que se parezcan. Ambas películas de su filmografía dialogan, pero lo hacen a un nivel más profundo. Para entenderlo, profundicemos un poco.
A pesar de su apariencia, Don’t Breathe no sigue los códigos del home invasión, sino del slasher. El problema no radica en el interior de la casa, en aquello que contiene (la lucha por el dinero), sino en la ciudad, en aquello que determina el adentrarse en la casa (la posibilidad de huir). Donde germina la idea misma del mal no es en aquello que se adentra en la casa o que emana de ella, porque ambos lados están lejos de poder considerarse «buenos». Es la ciudad, Detroit, aquello que determina la acción de la película: es su influencia la que provoca que ocurra el robo de la casa, porque es la ciudad la que está tan corrompida que provoca que sólo pueda existir podredumbre, desesperación y, por pura extensión, un deseo irrefrenable de huir de allí. Incluso si sólo es posible a través del crimen.
Ahí es donde se emparenta de forma más evidente con Evil Dead. Donde el bosque, la ciudad; donde el puritanismo, el capitalismo; donde dejar las drogas, dejar una madre abusiva. Porque el verdadero mal, ese orden social que impone modos de vida que resultan inviolables so pena de muerte, tiene efectos devastadores que siguen emanando de la tierra décadas o siglos después de haber desaparecido. Sea su orden natural o sobrenatural.
No por nada, Detroit, tiempo después de haber entrado en bancarrota y haber sido abandonada por la mayor parte de su población, sigue siendo un infierno post-capitalista. Sigue viviendo los estragos de un mundo donde todo se puede comprar (y justificar) mediante el dinero.
Ese retrato de la ciudad como un erial muerto es donde se sostiene todos los momentos climáticos de la película: el principio, la construcción de contexto, y el final, la conclusión. No vemos la ciudad en otro momento. No hay catarsis o desarrollo del conflicto asociado a la ciudad. Todo cuanto ocurre en ella es la desolación en sí misma que representa.
Algo que se hace evidente en la forma que construye sus primeros compases. Comenzando in media res con una escena que nos da a entender la derrota de los protagonistas, un elegante plano secuencia nos lleva desde unos edificios abandonados (que han comenzado a ser conquistados por la naturaleza) hasta una carretera (que debería ser reasfaltada para cumplir los cánones mínimos de viabilidad) donde un hombre arrastra el cuerpo malherido de una joven (que parece tener su destino ya sellado de antemano). En contexto, en su ausencia de contexto, ya consigue darnos todo lo que necesitamos saber sobre la historia: estamos ante una ciudad muerta. Abandonada. Nada ni nadie puede vivir allí, salvo el mal o los olvidados por los dioses.
Pero eso no es todo. Su absoluta elegancia a la hora presentarnos el contexto y subvertir nuestras expectativas más adelante nos remiten hacia otra película de terror reciente: It Follows.
En la película de David Robert Mitchell, que también empieza con un plano secuencia y también hace uso presto del recurso, comenzamos viendo a un personaje corriendo voz en grito por en medio de un barrio residencial que exuda normalidad, menos por esa disrupción improvista. En ambos casos, como hemos podido ver, hay varios elementos en común: ausencia de contexto, subversión de las expectativas, uso del plano secuencia. Pero eso no es lo único. Incluso en el modo de construir el sentido de las escenas guardan paralelismos sorprendentes. En It Follows tenemos una muchacha corriendo de forma desesperada porque está siendo perseguida por un asesino invisible que se contagia como si de una enfermedad de transmisión sexual se tratara, llevando así el canon clásico del slasher («los impuros deben morir») al contexto del terror sobrenatural; en Don’t Breathe tenemos un hombre que arrastra a una muchacha por el suelo después de que esta no quisiera huir de la casa si no era con el dinero que había ido a robar, llevando así el canon clásico del home invasión («no nos iremos hasta cumplir nuestro propósito») al contexto del slasher.
En cualquier caso, lo verdaderamente relevante no es en lo que se parecen, sino en lo que se diferencian. ¿Y en qué se diferencian? En donde recae el giro simbólico, si en el acto o en el perpetrador. Porque en ambos casos, la falta primordial acaba teniendo un origen sexual.
A pesar de que It Follows parece subvertir las coordenadas clásicas del cine de terror, se apoya de forma fervorosa en ellas. Es una película reaccionaria. No por nada, al pasar la lógica del slasher hacia una lógica sobrenatural, mantiene el acto pernicioso en lo puramente sexual: el depredador lo es por haber cometido una falta de índole sexual. Si follas, mueres. De ese modo su giro simbólico se da en el acto, haciendo que se transforme desde algo puramente metafórico en algo literal al convertirlo en el centro de su sentido como película de terror.
Don’t Breathe no hace eso. Hace lo contrario. Si bien al principio se antoja una película canónica de home invasión, pronto se confunde ante las capacidades cuasi sobrenaturales del villano ciego, para volver al canon cuando (en apariencia) les invita a marcharse con el dinero. ¿Cuándo se convierte en un slasher? Cuando, y aquí viene el giro simbólico, intentan huir de la casa con la chica que ha secuestrado para así poder engendrar a su hijo. Ahí radica su peso. Su gesto revolucionario. No condena el sexo a través de un monstruo asesino, sino que el monstruo, en una glorificación de su propia paternidad, tiene su propio deseo por cumplir: que le devuelvan a su hija muerta. Que engendren algo equivalente en valor. Y que lo haga además aquella que fue culpable de la muerte de su hija o, en su defecto, aquella culpable de la muerte de la que fue culpable de la muerte de su hija. El sexo glorificado, pero ya no como un tabú, sino como la posibilidad de (perversa) purificación de la tierra.
El contraste, narrativo y moral, resulta evidente. Si es que no brutal. Donde Mitchell sigue las coordenadas ético-morales profundamente conservadoras del género, lo cual le lleva a construir una narrativa perezosa donde toda culpa recae necesariamente sobre los protagonistas, Álvarez distorsiona todos los prefectos del género, construyendo una narrativa donde nadie es bueno y su maldad nace de la corrupción a la cual se ven sometidos a causa de una tierra mancillada. De una sociedad abandonada a la deriva después de ser destruida por una ideología perversa.
It Follows hace una seguidilla moral de los prefectos del género donde Don’t Breathe prefiere hacer un análisis ideológico. O lo que es lo mismo, donde una pretende darnos lecciones morales la otra prefiere hacernos enfrentar con la propia ambigüedad del mal.
Eso nos remite de vuelta a Evil Dead. No por accidente, ambas películas tienen una lógica común: el deseo (y la venganza) como motor inmóvil no sólo de los individuos, sino del mundo. Algo que se puede apreciar en que ambas se circunscriben a un entorno maldito (el bosque/la ciudad) que ocultan un mal en busca de venganza (la bruja/el ciego) donde hay un espacio sagrado (la cabaña, la casa) al que llegan los protagonistas (Mia/Rocky) donde cometen un acto imprudente (drogarse/intentar escapar con la chica embarazada) que les lleva a desatar un infierno (la posesión infernal/la ira del ciego) donde la protagonista se convierte en canalizadora potencial de la reparación (ser poseída/convertirse en una incubadora viviente) por parte de unos villanos que no se sienten tal (la bruja no deseaba hacer mal al pueblo/el ciego quiere inseminar a la chica sin violarla) del cual consigue huir a costa de un alto precio (la vida de sus amigos y parte de sí mismas, un brazo/heridas varias) sin haber acabado con el mal (el necronomicón sigue en el bosque/el ciego sobrevive al encuentro).
Ese parecido estructural hace que también se parezcan en su subtexto. Algo lógico. De ese modo toda la película opera bajo los cánones del deseo, de cómo todo ocurre por la imposibilidad de no entregarse ante aquello que queremos: la droga, por parte de la protagonista de Evil Dead; el dinero, por parte de la protagonista de Don’t Breathe. Pero ahí es también donde difieren. Donde se vuelven complementarias. Porque donde la primera, Mía, se transforma, se sobrepone a su propio deseo y confronta a la bruja; la segunda, Rocky, no lo hace, sucumbe al deseo y acepta tácitamente el trato con el ciego.
Esa es la diferencia que nos permite comprenderlas como un díptico: quien renuncia al deseo renace en una versión más poderosa de sí misma, quien no lo hace queda marcada por los sucesos ocurridos. Ambas huyen, en ambos casos el mal permanece, pero la diferencia radica en qué ocurre al final con el mal particular, con el individuo que canaliza el mal: en Evil Dead se acaba con él, pero en Don’t Breathe se huye de él buscando olvidarlo.
Sólo de ese modo pueden explicar las elecciones visuales de Álvarez. Siguiendo una planificación visual que nos remite, de forma constante, a la construcción de la tensión del ya mentado Fincher, toda su primera parte se construye a través de la lógica estricta de la imagen. De lo que se ve. De ahí la abundancia de planos secuencias, centrándose en especial en la mirada, en la forma de mirar, que salta por los aires cuando entra en juego su lógica slasher. Cuando entra en juego el personaje del ciego.
Cuando entra en juego el interior de la casa, entonces todo el simbolismo pasa a ser dominado por el concepto del sonido. De lo que se oye. Ya no importan los rostros o la ciudad, sólo el ruido (o la ausencia del mismo) que puedan emitir las cosas.
En el sonido concentra todos sus trucos, pues para saber si alguien está vivo o muerto debemos guiarnos, única y exclusivamente, por el sonido que emiten: si se oyen sus pasos, sus palabras o sus sollozos, está vivo; si no, está muerto. De ahí que nadie esté muerto hasta que no veamos su muerte, hasta que ya no le oigamos emitir sonido alguno —por eso, como era de esperar, algunas personas acusan a la película de tramposa; que no lo es, sólo es que juega creativamente con el montaje y el fuera de plano: si no has visto a alguien dar su último respiro, ¿cómo puedes estar seguro que ha muerto? — , porque al final su título no es sólo una licencia poética, sino su poética misma. No respires, porque el que respira, el que emite ruido constante, es porque está vivo.
Y quien sigue respirando es porque todavía sigue vivo en medio del infierno.
Ese de ese modo que nos es revelado su final. Prácticamente mudo, pues a la protagonista, abandonando esa tierra corrupta, no le cabe decir nada. Está muerta por dentro. Se ha sacrificado al altar de la depravación, ha admitido su derrota y, tras el pacto con el mal que inunda el mundo, decide huir de allí. Y lo hace sin decir palabra. Sabe que el mal sigue arraigando en el mundo, que no la perseguirá, pero que estará ahí, presente, vivo y repitiendo sus actos, a pesar de que ella haya podido ganarse su libertad. Aunque sea, precisamente, haciéndose cómplice del mal. No hay otra razón para un silencio tan ominoso. Ella sabe que ha vendido su alma, todo en lo que cree, a cambio de lo que más deseaba. A cambio de poder huir de una ciudad que personifica todo lo que tiene de malvado y corrupto el capitalismo. Incluso si eso significa permitir que sus amigos jueguen el papel de villanos y su muerte se quede sin reparar.
No elegir también es una forma de elegir. Marcharse con el dinero, no entregarle (y entregarse) a las autoridades, claudicar ante sus deseos primarios, es lo que la condena, de forma tácita, a un sufrimiento perpetuo. A permanecer, ahora y siempre, en el silencio.
Deja una respuesta