Nuestro peor enemigo está siempre dentro de nuestra cabeza. Ya sea debido a la ansiedad, el narcisismo o la enfermedad, por lo que recordamos o por lo que olvidamos, por lo que obviamos o por lo que no podemos pasar por alto, nuestros problemas más graves siempre acaban naciendo del interior. De nuestra incapacidad para lidiar con aquellos aspectos de nosotros mismos que nos superan y nos dan forma. Porque aunque nos pretendamos seres capaces de pensar las cosas de forma objetiva, desprovistos de cualquier condicionamiento externo o interno, estamos, en última instancia, condicionados por nuestro propio pasado.
Si bien lo anterior es de sentido común, ya que la ficción no tendría sentido en cualquier otro caso —pues, si no existiera la posibilidad de ver cómo reaccionan las personas ante un cambio en sus vidas, no habría ni conflicto ni historias — , es algo que solemos pasar por alto. Pues, en nuestra ingenuidad, preferimos creer que, al final, todo se resume en giros y resoluciones en vez de en el juego más evidente de todos: a nuestro cerebro le gusta encontrar patrones. Resolver puzles. Aprender a través de la imitación constante de gestos ajenos.
Incluso si estos son los actos del mundo. O de nuestras propias vidas.
Playtest parte de ahí. De nuestro cerebro como apasionado de los acertijos. Y en ese sentido, para ser Black Mirror, el capítulo evita darnos cualquier forma de asidero evidente: no hay villano ni fuerza disruptiva —aunque, en términos de conflicto, sí hay punto de giro: que el mochilero protagonista, encallado en Inglaterra, se quede sin dinero — , sino un drama personal que ocurre sólo en la mente del protagonista. Mente materializada a través de un videojuego experimental que se alimenta de los temores del que lo juega.
Entonces, ¿cómo podemos diseccionar el episodio? Entendiendo que no existe vida interior que no se materialice en los actos exteriores. Al menos, no en la ficción. De ese modo debemos aceptar que todo lo que ocurre en la segunda mitad del episodio (en el videojuego) es el reflejo ectópico de todo lo que se nos ha ido narrando en la primera (en la vida real); mientras la primera media hora va haciendo avanzar la historia a través de pequeños detalles que sirven para asentar nuestro conocimiento sobre cómo ve su propia vida el protagonista, la segunda media hora se dedica a explotar metódicamente todas las posibles presuposiciones que hemos hecho al respecto. Y es ahí donde hace su magia. Lo que hace el videojuego (por extensión, el guión del episodio) es destripar cada pequeño detalle convirtiéndolo en un what if… monstruoso de engaños, dobleces y dobles verdades que acaban en una pregunta esencial, ¿cuál es el elemento regidor de la psique del personaje? Porque la resolución del conflicto es también la resolución del terror.
Si bien es innegable la elegancia del planteamiento, eso no significa que no tenga también sus propios problemas. Su estructura resulta tan lúcida, tan inteligente, que debe mantener un equilibrio prácticamente insostenible cuando comienza a apilar falsos finales. Catarsis completas, pero que siempre encierran un giro final. Algo que si bien va con la serie —de hecho, lo retuerce: si siempre hay un giro final que lo jode todo, aquí hay cuatro, riéndose de la idea misma de giro—, acaba lastrando el episodio. Cada catarsis y cada nueva sacudida sirve para aumentar todavía más las apuestas, haciendo que su buen hacer ya no depende de la tensión acumulada, sino de algo mucho más frágil: la tolerancia del espectador a los estímulos cambiantes.
Pero incluso eso nos es adelantado. El protagonista, alguien con la cara de un joven Kurt Russell —que resulta ser Wyatt Russell, hijo del mentado — , además de ser un niño bien absolutamente odioso, también es capaz de adelantarnos su tragedia. En el vuelo que toma para huir de casa, entre turbulencias, le dice a la niña que tiene al lado que se lo tome como una montaña rusa. Que es lo que acabará experimentando tanto él como el espectador: un vaivén de constantes subidas y bajadas emocionales.
Ese pequeño gesto de genialidad (teórica) es lo que hace que el episodio sea difícil de digerir. No todo el mundo está hecho para las montañas rusas de loops extremos. Pero tampoco por apilarlos todo en su acto final es mejor atracción. De ahí que Playtest acabe pecando de un exceso donde sólo los adeptos más fieles a la adrenalina podrán acabar encontrando un valor netamente emocional, no sólo intelectual.
Ahora bien, en el plato netamente intelectual, Playtest es digna de quitarse el sombrero. No sólo por la ingente cantidad de guiños al mundo de los videojuegos, que refuerzan el subtexto a la par que contextualizan el episodio, sino también por la inteligente disposición visual de todo lo que ocurre. Porque el mayor logro del episodio es no intentar imitar la estética del videojuego. Todas sus referencias son meramente conceptuales, incluso cuando se mantienen dentro de lo estrictamente visual, haciendo que la parte hipotéticamente lúdica acabe fagocitando la que tiene de simulación.
No por nada es el episodio que bebe de forma más explícita del presente. Shou, el presidente de SaitoGemu, es Hideo Kojima del mismo modo que el videojuego que está desarrollando es un cruce entre P.T, el proyecto cancelado para un nuevo Silent Hill, y la realidad virtual, con Sony como actual abanderado de la misma con PlayStation VR. Algo que no debería resultarnos llamativo si pensamos que Charlie Brooker, antes que guionista, estuvo trabajando en la prensa de videojuegos.
Con todo, Playtest no trata sobre videojuegos. Ni siquiera hacia donde pueden llevarnos en el futuro. Tal vez sí pueda leerse como un tratado narratológico, pero sólo en la medida que cualquier narración estructuralmente compleja lo es. Su subtexto va más allá de su paratexto. Y es que el episodio, en última instancia, trata sobre algo más abstracto.
En el fondo trata sobre la imposibilidad de la comunicación. Nuestra dificultad para tratar con los demás en tanto vivimos encerrados en nuestras propias mentes, comunicándonos con lenguajes y actos imperfectos. Aquí no hay ningún terror ante el auge tecnológico o cómo nos acabaran fagocitando las máquinas —algo de lo que, además, nunca ha pecado Black Mirror; Charlie Brooker es un ludita, pero por escéptico, no porque quiera destruir los telares — , sino cómo no saber cómo hablar con las personas a las que queremos puede acabar llevándonos a la destrucción de nuestra propia psique. A una represión asesina.
El protagonista, Cooper (o Koopa, si nos ponemos sardónicos), no se encuentra ante una situación peligrosa a causa de una tecnología que le ha sido impuesta, sino por su propia incapacidad para lidiar con los demás. Para comunicarse con su madre. Para ser asertivo, para pedir ayuda, para no intentar huir de los problemas sumergiéndose más profundo en ellos. De ahí también que sea un completo imbécil. Se hace mochilero no porque quiera conocer mundo o vivir aventuras, sino porque es el modo más efectivo de aplazar lo inevitable, de hablar con su madre. Porque esa, y no otra, es la única verdadera fuente de conflicto de todo el episodio.
De ahí los giros. Las realidades solapadas. La mente jugando en contra de Cooper, pero también del espectador: el conflicto es lo más evidente, es su incapacidad para lidiar con la muerte de su padre. De hablar de cómo le hace sentir esa situación trágica.
Eso implica que, si bien Playtest puede ser leído en clave tecnológica —algo que ya hicieron antes (y mejor) Los Simpson en Life’s a Glitch, Then You Die—, su fuerza radica en su trasfondo sentimental. Como, aunque lo pretendamos, no podemos jugar a la contra de la programación cerebral con la que hemos sido cableados. Por la experiencia. Por nuestros padres. Por la sociedad. Porque igual que un videojuego tiene patrones, nuestro cerebro también. Y no podemos escapar de ellos. Porque en última instancia, si Cooper no afronta sus problemas, es porque no puede hacerlo; un hombre no llora, un hombre se va a la aventura.
Un hombre, antes que hablar con su madre sobre sus sentimientos, se va a morir al extranjero. Lo hemos visto cientos de veces en la ficción. En los videojuegos. De ahí que el protagonista tuviera que ser un machito idiota: sólo ese arquetipo de hombre moriría antes que hablar sobre sus sentimientos. Ese arquetipo que, lo sepamos o no, somos todos.
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