A nadie se le escapa que, cuando se hace necesario repetir las elecciones, estamos ante una enorme brecha entre la representación política y el sentir social. No existe ningún partido que represente los intereses de la mayoría. Aquello que se aceptó en su día por consenso para evitar que la transición desde una dictadura pudiera acabar teñida de sangre y que, tiempo después, se afianzaría a través de una gestión política basada en el crecimiento vía ladrillazo y tentetieso —y, al Zapatero sus zapatos, ciertas reformas sociales que iban con el espíritu de los tiempos — , se ha desmoronado cuando, en palabras llanas, el tinglado se ha ido a tomar por culo. Si bien mucha gente puede defender todavía lo modélico de la transición, se considera algo válido sólo desde la perspectiva de algo ya pasado.
Cuando la realidad entra por la puerta, la hegemonía cultural salta por la ventana.
Pero, ¿de qué hablamos cuando hablamos de hegemonía cultural? De las formas de poder que ejercen ciertos grupos sociales a la hora de imponer su visión del mundo al resto de grupos sociales, haciendo uso de la cultural, sea esta política, ética o artística. En otras palabras, quien controla la ideología oficial controla la forma de pensar de la mayoría. Aquí alcanzamos ya nuestra primera conclusión: si los medios tradicionales —recordemos, con bancos (ergo también ex-políticos) en su accionariado— insisten de forma radical, hasta rozar el acoso mediático, sobre la pérdida de los valores por parte de los nuevos partidos, donde «nuevos partidos» significa «Unidos Podemos», es porque ven comprometida no ya su ideología, sino su hegemonía. Cuando defienden a PP, PSOE o Ciudadanos con términos intercambiables entre sí, haciendo que las loas queden rayano con la violación del buen gusto —ya que, la neutralidad política, ni está ni se le espera — , es porque no están defendiendo un modo de hacer política, sino algo más profundo: un modo de pensar en común.
¿Cuál es ese modo de pensar? Según unos, el socialdemócrata; según otro, el espíritu de la transición. En cualquier caso, la ética edificada a través de una serie de prefectos considerados como básicos para poder situarse en el tablero político. Aquí hemos podido pecar de confusos. Es difícil de explicar. Por eso, en vez de trabajar desde la abstracción, pensemos en las consignas básicas de ese modo de pensar: «todos los extremos son malos», «ha de buscarse la centralidad», «todas las opiniones son respetables», «existen temas que no permiten debate público», «si le van bien a los ricos nos va bien a todos», «hay que respetar la voluntad del pueblo», «nosotros o la barbarie», «la gente no sabe lo que quiere». Familiar, ¿verdad? Es la forma de dirigirse hacia cualquier problema social del periodista, político y todólogo medio. Son los pensamientos llave del paradigma cultural de nuestro tiempo.
El problema es que ese paradigma ha caído en desgracia. La crisis por un lado, el 15M por otro y la deficiente labor política —en, al menos, la gestión de la deuda y la corrupción entre sus filas— de los dos partidos hegemónicos desde hace casi cuarenta años rematando la escena, ha dinamitado desde dentro la hegemonía cultural. El relato de la transición ya no hay quien se lo crea. De ahí que, en un giro de los acontecimientos, el sentido común ya no sea el pilla pilla político de PP/PSOE en forma de la gran bestia conocida como Gran Coalición, sino otra cosa.
Lo que entendemos como sentido común no depende de los intereses de quienes ostentan más poder —en el caso de España, la gran coalición que existe entre iglesia y estado — , sino de cuál es el relato que más convence a los ciudadanos. Y el de los partidos dominantes no parece convencer a nadie que no estuviera encantado con la idea de una gerontocracia.
Lo que se está jugando no es sólo la presidencia del gobierno, sino también el paradigma cultural de nuestro tiempo. El escenario de lo que se podrá decir o no, en términos ideológicos, durante los próximos años. Todo ello auspiciado por la propia tensión generada por los intereses particulares de los votantes. Porque si la hegemonía cultural es el discurso dominante que emana de la sociedad (en ocasiones, impuesto), este cambia según van avanzando y cambiando las diferentes generaciones y su acceso a nuevas formas de producción. O lo que es lo mismo, aun viviendo en un país envejecido, las redes sociales y el progresivo decaimiento de los medios en papel están transformando el pensamiento hegemónico de nuestro tiempo. Aunque dada la lentitud con la que ocurre, tal vez queme a una o dos generaciones por el camino.
Para comprobar la función o calado de estos cambios necesitamos hacer algo muy sencillo: comprobar cómo ha decidido venderse cada partido político en esta nueva campaña electoral. Y dado que la manipulación en los referentes sería lo más sencillo, escogiendo aquel que nos resultara en cada caso más conveniente, intentaremos el modo más justo. O para ser justos, el más injusto para todos: nos limitaremos a analizar las primeras muestras de propaganda política que hayan tenido eco entre los ciudadanos y los medios de cada uno de los partidos. Empezando por el culpable de esta pérdida de legitimidad del antiguo discurso social español: el Partido Popular.
El caso del PP en esta campaña es interesante porque, como voz de la España del milagro económico, hicieron suyos todos los rasgos propios de la hegemonía cultural heredada del franquismo (en otras palabras, la democracia cristiana: ese viraje sutil hacia la derecha de ideas que se pretenden progresistas) en tensión constante con un intento de abrazar las formas más grotescas del neo-liberalismo (ese viaje desquiciado hacia el progreso entendido como suicidio solemne en que lo único importante es el beneficio económico a costa de, literamente, cualquier cosa). Un batiburrilo de cojones, vaya. ¿Cómo pueden apelar entonces al votante medio? Abandonando el primer campo de batalla para abrazar exclusivamente el segundo: su partido es el partido del progreso. El partido que aboga por el futuro.
PP. Líneas rojas. Su caballo de batalla ha sido un vídeo abocando por la racionalidad, apelando al sentido común, pero sin ocultar sus políticas: para ellos no existen límites. Si necesitan cargarse la sanidad, lo harán. Igual con la educación, la seguridad nacional o cualquier otro tema. Lo importante es el progreso. El futuro. Los números, no las personas.
Veamos su vídeo «Líneas rojas». Abogan por la racionalidad, apelan al sentido común, pero sin ocultar sus políticas: para ellos no existen límites. Si necesitan cargarse la sanidad, lo harán. Igual con la educación, la seguridad nacional o cualquier otro tema. Lo importante es el progreso. El futuro. Los números, no las personas. Eso hace que su mensaje sea sutilmente diferente al que se han traído hasta ahora, el antagonismo izquierda-derecha que hemos arrastrado desde la transición, donde eras de unos u otros por más que fueran primos hermanos. Ahora no. Según el PP sólo existe un camino: el futuro. El progreso. Ellos. Y si repetimos los dichosos conceptos es porque son las palabras clave del neo-liberalismo. Intentan vendernos que, a cambio de dejarnos pisar el cuello, ellos traerán al presente un escenario de avance cultural. El hecho de que para entonces estemos muertos o con déficits mentales graves a causa de la hipoxia no importa porque, ¿acaso son las personas, acaso eres tú, más importante que ese futuro por venir, querido elector?
¿A qué viene esta derivada moderada del PP? No al hecho de que se les haya aparecido Margaret Thatcher en una revelación mariana entre los papeles de alguna transacción no del todo limpia, sino porque otro partido ha sido copar mejor el ámbito de la centro derecha. Porque existe Ciudadanos.
Con Ciudadanos cambiamos de tercio. Aquí regresamos al clásico sentimentalismo, apelar al corazón del votante, pero haciéndolo a través de una idea clásica que anida en los corazones de muchos patriotas de pacharán y pulsera con la bandera patria: España es un bar. Más que un bar, la barra del bar. Un lugar donde los hombres, todos de cierta edad, beben sus cervezas mientras les recuerdan a las mujeres que su lugar está ahí fuera, trabajando o cuidando de los niños, y cualquiera que haga algo que no sea trabajar es, necesariamente, un vago o delincuente al cual se debe o no escuchar o, suponemos, echar del bar, sino fuera porque se gasta todo su dinero en cerveza y la tragaperras.
Aun obviando lo contrario del anuncio, pues si España es un bar el que se gasta el dinero en cervezas y las tragaperras es tan beneficioso para el país como cualquier otro de los clientes —problemas, por lo demás de base, de no tener en consideración el ámbito simbólico en la narrativa — , C’s elige representar el status quo. Elige la transición. « Yo he visto a este país caerse cantidad de veces, pero también lo he visto volver a levantarse» —dice en su punto álgido un feligrés al cual le falta un «coño ya» a mitad de frase para resultar creíble como personaje y, por qué no, sintetizar la imagen que intenta transmitir el partido: el partido del cambio sensato. El partido de los españoles. Ciudadanos como el verdadero espíritu de la transición, aquello que eran PP y PSOE antes de ser absorbidos por el demonio negro de la corrupción; Albert Rivera como Adolfo Suárez reencarnado, la santidad misma de la moderación política.
Algo problemático si pensamos en el cortocircuito salvaje que se da entre significante y significado. Su mensaje es clásico, temperado, aludiendo al electorado de más edad, pero para ello utilizan un lenguaje y un medio propio del electorado joven, haciendo que el mensaje sufra de una disonancia bestial entre lo que intenta contar y cómo lo cuenta. Eso explica que, en un ejercicio poco democrático, C’s tuviera que cerrar los comentarios de su vídeo para no seguir atesorando comentarios negativos: ni saben lo que transmiten ni cómo es la mejor manera de hacerlo. Incluso si es Adolfo Suárez resucitado, algo bastante dudoso, lo único que transmite Albert Rivera con esa pésima elección de mensaje, medio y narrativa es quedar no como un conciliador o el auténtico motor del cambio, sino como alguien que para irse a nadar ante tiburones primero se abre en canal para que puedan oler la sangre.
¿Qué es de Unidos Podemos en semejante embrollo? ¿Se suma al camino mesiánico-cyberpunk del PP o se conforma con el espíritu de la transición donde el candidato es un hombre de la calle (vía televisión) de Ciudadanos? Contra todo pronóstico, se planta. Unidos Podemos decide, al menos en su primer movimiento —como sabemos, después ha sacado un vídeo electoral — , haciendo que su caballo de batalla no sea en primera instancia ni el sentimentalismo ni la posición ideológica, sino algo más directo: su programa político. Y para hacerlo lo han hecho imitando al libro que tiene el récord anual de impresiones a nivel mundial: el catálogo de Ikea.
Al igual que para C’s España es un bar, para Unidos Podemos es una casa. Como es lógico, cada habitación de la casa se convierte en un aspecto diferente de la política española, haciendo que, entre fotos de los principales responsables del partido —que ya no son políticos, hombres-televisión que hablan a través del oráculo en forma de hombre mayor, sino personas de la calle, gente que tiene vida familiar más allá de su traje y corbata — , se nos desgranen sus propuestas. Al tiempo que nos dicen sus propuestas, nos muestran su cercanía. Y siguiendo un principio narrativo tan básico, mostrándose como alguien próximo en vez de reservar esa noción a que alguien diga que lo eres, Iglesias y el resto de su partido resultan francamente más creíbles como alguien como el lector medio que su auto-considerado opositor entre los jóvenes políticos.
En términos de hegemonía cultural, pero también de política, parece que todo se resolverá en un duelo entre la nueva política. Ya sea en la transformación definitiva del PP en burócratas paneuropeístas, donde lo único importante es la llegada inminente de El Progreso, o en el asentimiento de un Unidos Podemos que piden concebir el país como un rincón familiar, un lugar donde estar todos cómodos antes que en pensar en futuros de oropel y muerte.
O aceleracionismo o aprender a vivir de un modo más racional. Todo se decidirá entre esos dos posibles paradigmas culturales ya que, las demás propuestas, no han logrado seducir de forma efectiva a los electores, según dicen no sólo las encuestas, sino también la propia respuesta que han generado sus intentos de transmitir el mensaje a través de la publicidad electoral. Pero eso no depende exclusivamente de los partidos. Ellos han intentado coger el pulso de lo que podemos transigir o no los ciudadanos, dejando atrás parte o la totalidad del paradigma de la transición, pero no será sino en las urnas donde se decidirá, al menos de momento y parcialmente, cual es la hegemonía por llegar. Porque esa pelea no sólo se está librando en España, sino en todo el mundo. Y en el proceso, nos miran con lupa.
En tanto, ¿qué es el del PSOE? Oh, vaya. Quién sepa donde recae el 78, que les dé un telefonazo.
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