A veces no sabemos racionalizar lo que implica ser autor. No por el hecho de escribir alguien tiene esa condición, porque para ello ha de ser capaz de transmitir cierta forma de mirar el mundo que sea exclusivamente propia. Todo autor lo es por el hecho de ser capaz de comunicarse de un modo personal. En otras palabras, dado que nunca han existido dos personas diferentes que hayan vivido la misma vida ni tan siquiera las mismas experiencias exactas, la labor de todo artista es mostrar a los otros su particular forma de mirar al mundo. Esa es la diferencia entre el escritor mediocre y el autor: no ya la visión única —que se les presupone a ambos por el hecho de ser humanos — , sino la capacidad de articularla de forma efectiva.
David Cronenberg, en tanto autor, no necesita demostrar nada. Con casi cincuenta años de carrera en el cine, todo cuanto ha hecho, sea estrictamente realista o derivando hacia intersticios entre las desdichas de la tecnología y el terror destilado de forma más o menos explícita a través de los horrores de la carne, su coherencia interna está fuera de toda duda. También su personalidad. Pero, ¿qué ocurre con su debut (tardío) en la literatura? Que Consumidos se nos presenta, en primera instancia, como puro Cronenberg.
Al empezar la lectura no resulta difícil ver la personalidad de su autor detrás de cada página. Todo está plagado de cuerpos transformándose más allá de los límites físicos conocidos, personajes orbitando entre sí en un delicado equilibrio polar en el cual se destruyen tanto como se construyen entre sí, tecnología que ejerce de telón de fondo a través del cual se piensan quienes lo habitan ante la incapacidad de tratar consigo mismos o con quienes les rodean. No resulta difícil inferir lo que ocurrirá a partir de ahí. Sus personajes, tan frágiles como abonados a la tecnología, cuando dejando de lado sus cámaras, ordenadores o grabadoras acaban sacrificándose en favor de otras personas ya acostumbrados a la extrañeza de la carne, las injerencias de la existencia sin mediar a través de la distancia que confiere cualquier tecnología, haciendo que ese enfanguen cada vez más en un destino dramático que les sobrepasa. Quienes han vivido siempre en el aséptico mundo digital no han tenido que enfrentarse contra la mugre que supone la vida. Todo ello para acabar del único modo que puede acabar una historia de Cronenberg: comprendiendo que, por más que pretendamos lo contrario, el mundo siempre está en dirección hacia alguna parte y nosotros no estamos fuera de su propio discurrir.
Si bien su estilo es netamente literario, todo su bagaje ha llevado a que muchos le lean a través de su cine. Convenciones pútridas como «tiene una narrativa muy cinematográfica», por el hecho de alternar parágrafos entre diferentes personajes haciendo que la estructura visual remita a los propios cambios de punto de vista, o «ha vuelto a los temas de su primer cine», como si de hecho Un método peligroso o Maps to the Stars no fueran tan nueva carne como La Mosca, ha empañado la recepción de un libro que es prodigioso, pero, también, divertido.
Aunque es cierto que en literatura «divertido» es una palabra tabú casi al nivel de «entretenido» —como si el hecho de mantener en tensión al lector fuera un demérito, demostración de la escasa capacidad para hacer algo «serio» y «trascendente», por acudir a dos palabras sí bien amadas — , Consumidos no puede ser definido de otro modo. Cronenberg se deleita conduciéndonos a través de las desdichas de una pareja de periodistas separados por su contexto, aun cuando unidos en el subtexto (y una ETS supuestamente erradicada), alternando entre sus dos historias paralelas para presentarnos una constante evolución temática. Filósofos caníbales, política post-marxista à la Corea del Norte, médicos sin escrúpulos, rituales batailleanos, cacharrería tecnológica. Con todo ello consigue captar nuestra atención, hacernos dar tumbos de un lado a otro, sin permitirnos coger aire en ningún momento: siempre estamos al borde del asiento, queriendo saber más, hasta donde acabará llevándonos su genio.
Si lo logra ya no es por un talento excepcional o alguna clase de gracia divina, sino por sus años de experiencia como narrador. Su estructura remite inexorablemente a la de su cine, pero en ningún momento se siente como un guión o un texto que evada la sustancia literaria en su forma de construir su propio discurso. Algo que se aprecia con facilidad en las metáforas, pero, especialmente, en el discurrir del discurso mental de cada uno de los personajes. Hace uso de aquello que tiene de único la literatura, su capacidad para entrar en la mente de los personajes, llevándolo incluso un paso más allá de lo que otros escritores menos dotados son capaces: hacer que los objetos, las enfermedades o el mundo hablen también a través de sus actos y el discurso de los otros. Algo tal vez muy cinematográfico, pero integrado a la perfección en lo literario.
Eso no significa que no tenga sus problemas. Por bella que sea una enfermedad, siempre habrá alguna atrofia incómoda incluso para quien observa. Su ritmo no siempre está bien medido y el final, abierto al estilo propio de su autor, puede resultar desconcertante al no aportar respuestas ante lo que es un tren dirigiéndose sin frenos hacia el vacío en un ejercicio menos vacuo de lo que parece tanto en lo estructural como en lo estilístico. En suma, fallos nimios. Algo que se puede resaltar, señalar con el dedo como un problema, pero sólo un miserable puede quejarse de la ligera irregularidad de una pústula cuando está ante el cuerpo en transformación de algo que ya es apenas sí humano.
Todo eso hace de Consumidos la mejor obra de un autor joven de los últimos tiempos. Y joven, a pesar de sus 73 años, porque ha conseguido coger el pulso a nuestro tiempo de forma más exacta y certera que cualquier otro escritor joven que lo es sólo en edad. Y autor todavía sólo en potencia. Porque en última instancia, ¿qué es la edad si no un número que se manifiesta de las formas más extravagantes a través de nuestra piel? Y si se trata de firmar las extravagancias de la carne, Cronenberg tiene también la autoría de su propia edad.
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