A nadie se le escapa que, cuando se hace necesario repetir las elecciones, estamos ante una enorme brecha entre la representación política y el sentir social. No existe ningún partido que represente los intereses de la mayoría. Aquello que se aceptó en su día por consenso para evitar que la transición desde una dictadura pudiera acabar teñida de sangre y que, tiempo después, se afianzaría a través de una gestión política basada en el crecimiento vía ladrillazo y tentetieso —y, al Zapatero sus zapatos, ciertas reformas sociales que iban con el espíritu de los tiempos — , se ha desmoronado cuando, en palabras llanas, el tinglado se ha ido a tomar por culo. Si bien mucha gente puede defender todavía lo modélico de la transición, se considera algo válido sólo desde la perspectiva de algo ya pasado.
Cuando la realidad entra por la puerta, la hegemonía cultural salta por la ventana.