Existen ideas tan extravagantes o extremas, cuando no argüidas desde una perspectiva tan peculiar, que, incluso acudiendo al pensamiento crítico más lúcido, es imposible discernir cuál es su pretensión. No podemos saber si van en serio o en broma. Y está bien que así sea. Cierta clase de ideas sólo funcionan como sátiras, medias verdades o retratos de aquel que las recibe, si es que no todo lo anterior al mismo tiempo. Pero de ser así, ¿qué diferencia al humor del pensamiento racional anclado de forma firme en la tradición occidental? Su capacidad de acción. Mientras la filosofía queda confinada en los libros, de donde rara vez sale, las ideas extravagantes pueden ser llevadas a la acción o no, pero siempre tienen un efecto perceptible en el mundo.
Pensemos en el punk. Sátira seria, broma que en realidad no pretende hacer reír, movimiento de marketing que, a través de la ironía, pretende llegar hasta cierta forma de verdad que no se puede comunicar «hablando en serio»; un aspaviento tan extremo, brutal y juvenil, un esputo tan absurdo, que puede funcionar como argumento lógico o llamada a la acción inmediata, pero sólo como un eco secundario. Es más un juego llevado al límite que un acto racional de cualquier clase. Y si bien es cierto que algunos anularon todo su poder al hacerlo explícito, cuando no literal —pretendiendo ser más subversivos por abordar temas políticos de forma directa, como si la subversión no fuera aquello que el común de los mortales no puede poner en palabras: poesía — , también es cierto que su espíritu no ha muerto: en los Sex Pistols o en The Damned sigue existiendo ese gesto mínimo, ese «jódete» acompañado de una carcajada y un abrazo, que resulta ininteligible para cualquier persona que se pretenda, o se enorgullezca de ser, racional, razonable y apegada a las normas del buen comportamiento.