El martirio del obeso, de Henri Béraud
La existencia del obeso parece que debiera erigirse no tanto por aquel espacio que ocupan en la misma, como por la culpa que se le hace pública en los infinitos pliégalos de su grasa: el obeso vaga por el mundo con la marca del apetito en sus carnes. La comida define sus desvelos. Es por eso que cuando vemos un hombre gordo, que no cuando vemos un hombre flaco o un hombre pelirrojo, un hombre derrotado o un hombre femenino, sólo quizás también cuando nos situamos ante un hombre pequeño toda su vida se nos presenta como juzgándolo a partir de aquel único rasgo que se nos hace patente como el más propio; la gordura se nos asemeja un abismo, un agujero negro, una glotonería de la identidad, porque sólo desde ella conocemos al gordo. No importa qué o quién sea el gordo, bien sea un hombre humilde o un hombre de las más altas esferas, pues primero será gordo antes que otra cosa. ¿Por qué llega tarde? Porque sus carnes no le permiten más armonía de movimientos, ¿por qué las mujeres no se le aproximan? Porque temen de su exceso, ¿y si lo hacen? Porque su exceso se corresponde en otros niveles, ¿por qué come tanto o tan poco? Porque su mantecoso barril no se alimenta solo.
Henri Béraud, orondo escritor, panzudo maravilloso, redondeado como sólo el francés podría definirlo en su propio sonido: rondouillard, define esa vida dramática del hombre que necesita de grandes pantalones para salir a través de un humor exquisito que se permite no redundar en el clásico chiste de gordos tanto como, precisamente, en su inversión. Si fuera un ironista inglés, éste gordo no sería más que un pellejo rollizo como carpa de circo que se sabe extenso como para poder mantener seco todo Wiltshire, aunque no Somerset, en la época de lluvias si estuviera dispuesto a desplegarse; como buen francés, más que como buen gordo, a quien sabe desollar es a la memoria de los demás.