El martirio del obeso, de Henri Béraud
La existencia del obeso parece que debiera erigirse no tanto por aquel espacio que ocupan en la misma, como por la culpa que se le hace pública en los infinitos pliégalos de su grasa: el obeso vaga por el mundo con la marca del apetito en sus carnes. La comida define sus desvelos. Es por eso que cuando vemos un hombre gordo, que no cuando vemos un hombre flaco o un hombre pelirrojo, un hombre derrotado o un hombre femenino, sólo quizás también cuando nos situamos ante un hombre pequeño toda su vida se nos presenta como juzgándolo a partir de aquel único rasgo que se nos hace patente como el más propio; la gordura se nos asemeja un abismo, un agujero negro, una glotonería de la identidad, porque sólo desde ella conocemos al gordo. No importa qué o quién sea el gordo, bien sea un hombre humilde o un hombre de las más altas esferas, pues primero será gordo antes que otra cosa. ¿Por qué llega tarde? Porque sus carnes no le permiten más armonía de movimientos, ¿por qué las mujeres no se le aproximan? Porque temen de su exceso, ¿y si lo hacen? Porque su exceso se corresponde en otros niveles, ¿por qué come tanto o tan poco? Porque su mantecoso barril no se alimenta solo.
Henri Béraud, orondo escritor, panzudo maravilloso, redondeado como sólo el francés podría definirlo en su propio sonido: rondouillard, define esa vida dramática del hombre que necesita de grandes pantalones para salir a través de un humor exquisito que se permite no redundar en el clásico chiste de gordos tanto como, precisamente, en su inversión. Si fuera un ironista inglés, éste gordo no sería más que un pellejo rollizo como carpa de circo que se sabe extenso como para poder mantener seco todo Wiltshire, aunque no Somerset, en la época de lluvias si estuviera dispuesto a desplegarse; como buen francés, más que como buen gordo, a quien sabe desollar es a la memoria de los demás.
El martirio del obeso no es, como equívocamente podría parecer, el martirio de ser obeso tanto como el martirio (amoroso) del obeso (protagonista). Por eso la aventura comienza in media res, en medio de una situación que si bien es muy francesas, no es muy favorecedora para la circunvalante figura principal: nuestro protagonista huye con su amada del marido de ésta. En la última parada de su viaje, ya próximos de París, éste le cuenta sus infortunios a aquel que desee escucharlos sin escatimar en detalles al respecto de sus torpes tropelías. El conjunto no es más que una serie de viajes que apenas sí sirven como excusa para enredarlo con su amada, la cual poco le respeta en tanto le arrastra por saberlo enamorado y por ello resultarle conveniente, no porque de hecho ese sentimiento sea recíproco; el martirio del obeso es esa muchacha boba, caprichosa, imbécil, que juega con él y su corazón alejándole de aquel lugar donde él se siente cómodo: el centro de gravitación de la fastuosa vida social francesa; él era feliz entre sus amantes, amigos y juerguistas, su martirio es la pecosa pesadilla rubia que le arroja al papel de «buen gordo».
Lo interesante es ver como compiten las dos figuras que escenifica el personaje: la del «gordo gentil», que sólo conocemos por sus quejas, opuesta a la del «buen gordo», que es aquella en la cual lo conocemos ya situado. ¿Cual es la diferencia entre ambas posturas? El «gordo gentil» sería aquel que es feliz con su gordura y, a partir de ella, edifica su particular sentido práctico del mundo: quienes se jactan de ser próximos a él lo son de forma sincera, más allá de su gordura, siendo ésta sólo un rasgo más de su identidad; el «buen gordo» es aquel que se define por su gordura, siendo reducida toda su posible identidad a la contingencia de su «ser-orondo». El «buen gordo» acontece como un estancamiento de la identidad. Mientras el «gordo gentil» hace orbitar la vida social alrededor de su propia identidad, dejándose transitar y bromear con su propia gordura, el «buen gordo» cimienta toda existencia en las posibilidades de lo que le permite su gordura, aceptando así que aquello que le venga lo es como a pesar de su gordura: no hay posibilidad para el gordo, para el «buen gordo», de conseguir nada por aquello que es, sino que todo lo que consigue lo es a pesar de aquello que es —que en último término no es lo que es, sino como definen aquel rasgo que definen como predominante en él — . El martirio del obeso no es estar obeso, sino devenir «buen gordo».
Nuestro protagonista era un «gordo gentil», o «gordo auténtico», hasta que el romance, que no el amor —pues el romance es la relación que se establece a partir de una equidistancia amorosa incluso cuando, como en este caso, no haya amor auténtico por ninguna de las partes — , le arroja en medio de una nueva existencia como «gordo gentil». La incapacidad de percibir la falsedad de su romance le estanca en su obesidad. Ella lo reduce a su gordura, a su gordeidad; a través de ella, no será más que un «buen gordo».
Sólo en tanto se sitúa más allá de la ironía, la reflexión sobre su magnitud se nos presenta como una posible celebración auténtica de la gordura. Pero, también por eso, toda posibilidad de romper con esa relación de estancamiento en la cual se ha dado en un romance espurio no puede ser quebrada a través de la autenticidad de su gordura, sino que necesita caer al fondo más profundo para así poder hacer pie para volver a la superficie: sólo en la vergüenza, en el descubrirse en su infinita carne desnuda, cabe la posibilidad de volver a aceptar aquel volumen como sólo un elemento constitutivo más de aquello que de hecho es. Al no reconocerse en absoluto en su gordura desnudada de todo artificio, cabe la posibilidad de volver a su identidad. Es por eso que jamás se puede hacer que alguien en una situación de estancamiento vuelva de ella hasta que ha tocado fondo, pues sólo cuando se asoma al abismo de no reconocerse ni en aquello que suponía como lo más elemental de sí podrá buscar la fuerza para volver hacia aquello que le es auténticamente propio.
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