El fantasma del paraíso, de Brian de Palma
Aunque tendemos a firmar todo lo que se nos ponga delante sin antes plantearnos siquiera las condiciones de uso que estamos afirmando aceptar ‑algo que se ha vuelto una constante paródica con la informática e Internet, nadie lee las clausulas de contratación de un producto pero todo el mundo las acepta en esa ceguera asumida- esto puede ser una idea que nos lleve hacia la fatalidad. Es lógico que ante el objeto de nuestros deseos, aquello que más anhelamos en el preciso instante en el que se nos interpela a firmar un contrato, lo último que queramos es recordar la historia del pobre Fausto pero, en último término, toda firma de un contrato es una condición de derechos y deberes más cerca de lo satánico que de lo jurisprudencial; cada firma es única en su especie, pero todas ellas nos atan por necesidad al cumplimiento de unas condiciones específicas que nos es preciso tener presentes con normalidad. Es por eso que la idea ante un contrato dado no debe sostenerse bajo la sospecha y la pretensión de malicia por parte del otro, sino que debe ser la premisa de asegurarse defender los derechos propios en eso que se acepta.
Esto, que puede parecer de una simpleza tan brutal que resulta casi transparente, sería precisamente el leit motiv de El fantasma del paraíso de Brian de Palma en, como mínimo, dos sentidos: la ingenuidad como aceptación sin condiciones y la ingenuidad como aceptación con condiciones sin contrastar; las dos condiciones esenciales que resultan como motor de la película serán, a su vez, los dos principales gérmenes de éste: El fantasma de la opera y Fausto. Toda la película se sostiene bajo la premisa de estas dos formas quebradas, la formulación estricta en dos partes ‑aun cuando son dos partes no separadas, pues están íntimamente entrelazadas‑, que nos permite presenciar una evolución particularmente sugestiva de la problemática que de Palma sostiene sin problema.