El fantasma del paraíso, de Brian de Palma
Aunque tendemos a firmar todo lo que se nos ponga delante sin antes plantearnos siquiera las condiciones de uso que estamos afirmando aceptar ‑algo que se ha vuelto una constante paródica con la informática e Internet, nadie lee las clausulas de contratación de un producto pero todo el mundo las acepta en esa ceguera asumida- esto puede ser una idea que nos lleve hacia la fatalidad. Es lógico que ante el objeto de nuestros deseos, aquello que más anhelamos en el preciso instante en el que se nos interpela a firmar un contrato, lo último que queramos es recordar la historia del pobre Fausto pero, en último término, toda firma de un contrato es una condición de derechos y deberes más cerca de lo satánico que de lo jurisprudencial; cada firma es única en su especie, pero todas ellas nos atan por necesidad al cumplimiento de unas condiciones específicas que nos es preciso tener presentes con normalidad. Es por eso que la idea ante un contrato dado no debe sostenerse bajo la sospecha y la pretensión de malicia por parte del otro, sino que debe ser la premisa de asegurarse defender los derechos propios en eso que se acepta.
Esto, que puede parecer de una simpleza tan brutal que resulta casi transparente, sería precisamente el leit motiv de El fantasma del paraíso de Brian de Palma en, como mínimo, dos sentidos: la ingenuidad como aceptación sin condiciones y la ingenuidad como aceptación con condiciones sin contrastar; las dos condiciones esenciales que resultan como motor de la película serán, a su vez, los dos principales gérmenes de éste: El fantasma de la opera y Fausto. Toda la película se sostiene bajo la premisa de estas dos formas quebradas, la formulación estricta en dos partes ‑aun cuando son dos partes no separadas, pues están íntimamente entrelazadas‑, que nos permite presenciar una evolución particularmente sugestiva de la problemática que de Palma sostiene sin problema.
La ingenuidad como aceptación sin condiciones sería lo que nos llevaría a El fantasma de la opera: un hombre brillante confía en sus enemigos más de la cuenta acabando así transformado en un monstruo que no puede vivir fuera de las paredes secretas del teatro donde se estrenará su obra magna. El protagonista en ningún momento hace una elección consciente con respecto del posible mal, pues entrega las partituras de su obra sin mayor condición que la palabra de un completo desconocido, por lo cual es totalmente inane la acusación por su parte hacia el mefistotélico productor que le ha robado su cantata; en tanto su pacto es verbal, no es más que la condición ni siquiera prometida en tanto insinuada de que se usará su música con retribución para su creador podríamos afirmar que de hecho el error es del protagonista: el no firmó nada, ni siquiera un pacto oral con aquellos que contrajo una deuda, por lo cual es su palabra tornándose quimera. La perdida de algo tan preciado para él, por su propia imbecilidad consciente, le llevará hacia la irremediable locura que le arrastrará al más brutal de los desfiguramientos: la “belleza” física se pierde junto con la cordura, con la belleza mental ‑y he aquí el parecido obvio, aun cuando grotesco, con El fantasma de la opera: la destrucción en comunión de las condiciones externas e internas del protagonista por su propia ineptitud más allá de su arte.
Ahora bien, habríamos de tener en cuenta la aparición de la dulce Phoenix. Si al principio nos cantaba el fantasma que lo único que el deseaba en esta vida era un amor tan profundo que diera sentido a toda su vida, ese se encarnaría precisamente en Phoenix no tanto como objeto activo femenino como con respecto de ser objeto activo cantante; el fantasma no se enamora de Phoenix, se enamora de la forma de cantar de esta, de su voz en sí misma. Aquí es donde la tragedia del fantasma se mimetizará con la del otro fantasma, la del de la literatura clásica, en tanto será precisamente ese amor el que acabará flaqueando en la imposibilidad de ser correspondido bajo las condiciones presentes actuales. Así, aun cuando ella ama la música de él y él ama la voz de ella, ella repulsa contra él en tanto no puede ofrecerle más que el medio pero no el fin para el que canta. Ella no canta para cantar, ella canta para triunfar. Es aquí donde el espíritu mefistotélico se presentaría de una forma preclara, siempre a través de la figura del malévolo productor, en tanto él ofrece precisamente aquello que anhelan los que no pueden conseguir lo que desean ‑la capacidad de componer música de nuevo, en el caso del fantasma; el ser una estrella del pop, en el caso de Phoenix.
Aquí Mefistóteles no pide el alma de aquellos con quienes mercadea, o no sólo, ya que necesariamente todo esto se hace para conseguir las condiciones específicas de la musicalidad que a él le interesan. Le da la oportunidad al fantasma de hacer la música para Phoenix para así poder arrebatarle su música del mismo modo que le concede la fama a esta para así poder arrebatarle tanto su voz como un trágico final que le dará una mayor popularidad aun a lo que haga a posteriori éste; ¿cual es la diferencia entre el diablo y un experto en mercadotecnia? Que el diablo siempre será más honrado. Es por ello que los contratos kilométricos, las condiciones que se insinúan pero no se dicen nunca de forma directa ‑que, sin embargo, el diablo si ofreció en toda su explicitud al productor- son las premisas que van enfangando cada segundo de esta re-interpretación de De Palma de por qué el éxito es una quimera y el talento ingenuo, una puta interesada. De nada les sirve sus deseos a los personajes cuando caen de forma torpe, casi completamente imbécil, en los trucos de prestidigitador de un hombre malvado que les estafa simplemente por la condición de estos de no molestarse en leer aquello que están firmando. Esa es la reflexión de De Palma, ese es el terror metafísico ‑que, más bien, tremendamente mundano- que nos presenta en esta opera rock de espectaculares comparsas: no se debe temer a Satán, pues el peor enemigo del hombre es el firmar cheques que no te molestas en averiguar si serás capaz de pagar.
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