La casa de las bellas durmientes, de Yasunari Kawabata
¿Qué tiene el sueño que a todos fascina? Según tenemos un poco de tiempo libre más del estrictamente necesario según nuestras responsabilidades diarias, lo invertimos en dormir más, del mismo modo que cuando esto no ocurre, cuando el despertador suena, es raro quien nunca siente la tentación de rascar unos minutos más al sueño antes de volver al mundo; el sueño es algo plácido, reposado en su semi-consciencia, que nos produce estar en el placidez de un más allá cercano. Cuando nos situamos en la idea del sueño, generalmente cuando nos vemos privados por circunstancias de él, sufrimos: nada nos parece más horrible, dentro de la más cotidiana de las problemáticas, que la imposibilidad del dormir. Nos pasamos gran parte de nuestra vida durmiendo, ordenando información dentro del cerebro para que éste no se sature en una suerte de reprocesamiento computacional que sonaría completamente indigno para los humanistas más férreos pero, ¿qué somos si no complejísimas máquinas de cálculo que necesitan reposar para liberar y sintetizar espacio? Quizás sea ese punto en el que se cree la fascinación por el sueño, el instante en el que nos percatamos que es algo connatural y necesario a nuestro ser en sí mismo.
Esta fascinación es precisamente la que se sitúa en medio de la obra de Yasunari Kawabata, como si la mera presunción de lo dormido fuera inspiradora de ese mismo proceso de re-ordenamiento que se le presupone al que duerme. El que duerme es en su potencialidad, está conformándose como lo que será mañana a partir de lo que fue de nuevo hoy ‑está asentando sus conocimientos nuevos, pero también la memoria de lo ocurrido‑, por lo que inspira esa misma sensación al que lo observa: el que está despierto re-ordena sus pensamientos de forma desordenada, aparentemente caótica, pero con un orden más profundo del que su propia conciencia tiene acceso. ¿Por qué los ancianos van a una sórdida casita a las afueras de la ciudad para dormir con jóvenes vírgenes? Para observar ese proceso de ordenamiento, esa fragilidad que les permite recordar como de hecho ellos eran a imagen y semejanza de ellas, o como se perdieran en el pasado en las entretelas de estas, tumbados ante ellas durmiendo despiertos en las ensoñaciones de su propia memoria.
La memoria aquí no se ejerce a través de mediador proustiano, no es un olor o una imagen lo que recuerda a los ancianos hechos de su pasado ‑hechos que, además, se confunden en la narración misma sin hacer distinción entre el pasado y el presente más allá de la obviedad de que así acontece; la cronotopía propia de la novela es su fundición de la memoria en la materialidad del instante presente‑, sino que siempre se sostiene a partir de una puerta indirecta a la memoria. El estar ante una joven hermosa indefensa, completamente desprovista de todo aquello que se sostiene en su propia actividad, es induce un estado equivalente en el cual su memoria cabila de forma constante para rellenar los espacios de todo aquello que querrían conocer pero no conocen. No saben nada de ellas, ni podrían llegar a saberlo, pero proyectan en ellas ‑y no a partir de, o a través de, ellas- algo que en su pasado encaja sin razón alguna bajo su prisma.
¿Por qué ocurre esto? Porque de hecho en la contemplación de las muchachas hay algo desprovisto de toda sutileza, de cualquier posibilidad de interacción real, a través de las cuales los viejos pueden plasmar en ella todo lo que deseen; como los lienzos en blanco ellas no son más que el medio a través del cual plasmar todo aquello que permanece encerrado en la cabeza de los ancianos: lo que no saben si son ellas, porque de hecho no son nada ‑al menos, para ellos‑, lo proyectan desde sus propios recuerdos. Es por eso que Kawabata no necesita hacer una separación estricta en la narración entre los recuerdos del protagonista y lo que vive en conjunto con la muchacha, porque son siempre nociones que van unidas de la mano de una forma tan consustancial como su propia condición de hechos paralelos. Él proyecta en ella sus ensoñaciones, aquello que el sueño ya no le permite pero sigue ahí enquistado en el subconsciente, y ella permanece siempre pasiva como un maniquí que acepta ser vestido con las ideas de otro para que éste pueda recrearse en su contemplación. No hay en esto perversión o intenciones aviesas, es la proyección de todo aquello que no pueden hacer consciente haciéndose presente en el cuerpo desnudo de la juventud.
Estas chicas son, como insiste en repetirnos una y otra vez Kawabata, budas encarnados en la tierra para satisfacer el espíritu de los hombres tristes. Partiendo del hecho mismo de que Buda está en todo, de que no hay nada que no tenga el espíritu de Buda, el hecho misma de pretender que este está en las muchachas no sólo es posible sino que debemos dar por hecho que es así de facto. La esencia búdica de las chicas es liberar aquello de los hombres que permanecía oculto en sus corazones, desenquistar aquello que habían olvidado pero que es precisamente todo aquello que les marco de un modo más profundo en el corazón; no hay verdad para el alma que la mente pueda olvidar. Por ello el Buda, las chicas dormidas, ejercen de un psicoanalista sombrío, aquel que ni habla ni dice nada pero guía en su ausencia todo aquello que su paciente debe hacer para así conocer su propia verdad. Ese es el camino del Buda. La única posibilidad de reconocerse en el mundo es necesariamente desde una introspección siempre personal, jamás proyectada a partir del pensamiento del otro, para así encontrar la verdad universal que anida sólo dentro de nosotros mismos.
Dormir es el camino del Buda, uno de los infinitos caminos de éste, en tanto es el momento en que todo aquello que conocemos o recordamos se aposenta de forma radical en algún punto específico de nuestra mente para permanecer allí activo, inane o desaparecido al menos un día más. El rastrear que es aquello que permanece en nuestra mente durante el tiempo es lo que nos definirá más allá de las cambiantes posibles memorias del día a día; lo realmente importante no es tanto lo que se recuerda, como lo que permanece de forma más constante en el fondo mismo de la memoria. Es por ello que el dormir es el ejercicio de la noche donde uno auto-reflexiona sobre uno mismo maquínicamente, en un segundo plano secreto, para conformarse de una forma siempre inconsciente como lo que se será a partir de cada día que transcurre pasada la noche.
Deja una respuesta