A las personas se las conoce caminando. En la quietud, en el estado en que todo nos resulta familiar por no existir razón alguna para moverse —ya que, cuando estamos cómodos, no existen motivos para romper el inmovilismo — , lo único que podemos hacer es escrutar aquello que tenemos a la mano, aquello que nos es más cercano; es necesario caminar para alcanzar nuevos lugares, objetos o personas. Quien no anda es porque no piensa nada nuevo, ya que se siente en su situación y en sus creencias. Caminar supone darse al descubrimiento, desarrollarse en el mismo, para llegar hasta algún que, en cierta medida, nos es desconocido; no importa que sea un lugar o una creencia, ya que todo descubrimiento es siempre otra cosa. Lo que creíamos fijo e inmutable, experiencia esencial del mundo, se muestra como una polifonía de voces cuando nos levantamos y echamos a andar. Porque caminar no es sólo conocer la vastedad del mundo, sino también la vastedad de uno mismo.
La obra de Matsúo Basho es inseparable del acto de caminar. Como viajero, monje zen y poeta, todo en él le llevaba hacia los caminos, hacia la ausencia de toda posible certeza; era un vagabundo de sí mismo y del mundo porque no aceptaba ninguna realidad a priori como verdadera, porque consideraba que todo camino se iba haciendo según capricho de las circunstancias. Toda posibilidad del descubrimiento se da mediada por el azar. Lo interesante de Sendas de Oku no es sólo cómo va construyendo su dietario de viaje a través de haikus y descripciones, de poesía y narrativa, sin hacer distinción alguna de clase, sino también cómo va variando según los intereses del propio caminar: una enfermedad, un mal cálculo del tiempo o un clima diferente del esperado pueden cambiar la ruta, haciendo que transiten otros caminos completamente diferentes a los que habían planeado en primera instancia.