Resolver el siguiente acertijo desvelará el horrible secreto oculto del universo, siempre y cuando no te vuelvas loco en el intento:
Digamos que tienes un hacha, barata, de la ferretería. Un glacial día de invierno la usas para decapitar a un hombre: ahora tienes un hacha rota. Así que vas a la ferretería y explicas que las manchas rojas del mango roto son salsa de barbacoa. En la siguiente primavera coges tu leal hacha y troceas en pedacitos la cosa que se ha metido en tu cocina pero, en el último golpe, se rompe. Naturalmente, la cabeza deteriorada precisa reparación en la ferretería. Pero en cuanto vuelves a casa con tu hacha, te topas con el cuerpo reanimado del tipo que decapitaste un año atrás; ahora tiene una nueva cabeza sujeta a su cuerpo con alambre de espinos. — ¡Esa es el hacha que me mató!
¿Tiene razón?
Esta es una adaptación libre del primer minuto y medio de John Dies at the End, película dirigida por Don Coscarelli, el cual puede verse tal que aquí http://www.youtube.com/watch?v=9rQC7XC79w4
Suponiendo que el hacha es un objeto físico cuya existencia va más allá de lo matérico, el acéfalo reconvertido tendría razón: no importa cuantas veces cambies las piezas de un hacha, pues sigue siendo la misma hacha que usaste. El objeto se carga de significado a partir del uso que tiene en el mundo. La sustitución de diferentes piezas dentro de una lógica común, como el Argo que volvió sin ninguna pieza original con las cuales partió, no hace que el objeto sea diferente de su periodo inicial: incluso habiendo cambiado todas sus partes, el hacha sigue siendo la misma en tanto se ha trastocado su materialidad, pero no se ha cambiado ni su forma ni la experiencia adquirida en ésta. Sigue siendo la misma porque mantiene aquello por lo cual se da en la experiencia inmediata del asesinato cometido con ella.
Hilemos más fino. ¿Cambiaría algo si el asesinado volviera a por nosotros treinta años después y le abriera la puerta un hijo hipotético que se nos pareciera de forma razonable mientras, el asesinado, grita «¡esa es el hacha que me mató!»? No, porque el hacha seguiría siendo exactamente la misma: la experiencia de su uso como una herramienta para darle muerte no habría cambiado nada, porque el hacha seguiría siendo aquella que separó la cabeza de su cuerpo. ¿Y cambiaría algo si el asesinado volviera a por nosotros treinta años después y le abriera la puerta un hijo hipotético que se nos pareciera de forma razonable mientras, el asesinado, grita «¡esa es el hacha que me mató y tú el hombre que la empuñó!»? En lo básico podríamos decir que aquí ya está errado, ¿pero hasta que punto? Un hijo es una extensión de nuestra experiencia físico-biológica tanto como lo es el hacha, siendo en ambos casos experiencias autónomas que existen por el uso que hemos hecho nosotros de los materiales del mundo que han permitido practicar una progresión evolutiva de la mundología: el hacha, sin el cambio, habría dejado de existir para el futuro como herramienta —porque un hacha rota deja de ser hacha, porque ya no tiene función de herramienta, siendo simplemente basura: un hacha rota no es un hacha porque no ejerce las funciones del hacha — ; el hombre, sin el hijo, habría dejado de existir para el futuro como individuo —si el padre muere, ¿donde se perpetúa su existencia? En aquello que ha dado al mundo desde dentro de sí que es, en la mayor parte de los casos, un hijo — . Está errado en términos mundanos, pero tiene razón en términos del devenir existencial.
Aquel que viene desde la muerte puede reconocernos como aquello que somos, como un continuo constante de todo cuanto nos precede y en lo que estamos circunscritos a través del conocimiento y uso de cuanto nos rodea. Por eso sería ilógico desentender el hacha como tal por un cambio material. En un sentido eidético, el «hacha que cortó la cabeza de un hombre x» sigue siendo la misma hacha aunque cambiemos todas sus piezas por otras que las sustituyan; del mismo modo, el «hombre que cortó la cabeza de un hombre x» sería el mismo aunque desintegraran su cuerpo y traspasaran su consciencia a otro cuerpo similar. Un hijo no es su padre, pero contiene parte de lo que fue la experiencia de éste.
Digamos que una fría noche de invierno un joven caníbal asalta tu casa y te arranca la piel, se come tu carne y músculos, hace velas con tus tuétanos, foie gras de tu hígado y quema todo lo sobrante. Un científico brillante, que es tu propio hijo, te reconstruye cogiendo tu consciencia e insertándola en un cuerpo clonado indistinguible del original. Ese día, al volver a casa, lo descubres viviendo allí. — ¡Ese es el hombre a quién maté!
¿Tiene razón?
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