Si los ojos son el espejo del alma no es porque revelen aquello que las personas no dicen con palabras, sino porque su forma de mirar determina su propia forma de ser. De forma inconsciente elegimos fijarnos en algunas cosas e ignorar otras, discriminando eventos según nuestros prejuicios de lo que supone el acontecimiento del mundo nos dicen que lo que ocurre se ajusta, o no, a lo real; no es lo que decimos a través de lo cual nos conocen las personas, es nuestra forma de mirar lo que les da un mapa de ruta de cómo observarnos el mundo circundante. Las palabras, como los ojos, pueden mentir, pero no las miradas. Nuestro verdadero ser se desvela en nuestra forma de observar aquello que nos rodea.
Si el arte japonés ha ido abriéndose camino con los años (o los siglos) dentro del cerrado imaginario occidental es porque tiene otra forma de mirar. Donde en el arte occidental suele tender la predominancia de la belleza directa, de la perfección, de la luz, en Japón se valora la belleza indirecta, de la imperfección, de la sombra. Donde en el imaginario occidental existe fetichización de la belleza como perfección, cerramiento y conclusión, en el japonés la belleza sólo se entiende como imperfección, apertura e interpretación; donde el modelo básico narrativo de nuestro tiempo ha sido la fábula o el cuento, donde todo el peso recae sobre una conclusión que no deja cabos sueltos e incluso se permite una enseñanza moralizante, los japoneses han encontrado su pauta narrativa en el relato, específicamente en los hechos narrados en el Kojiki —un libro de relatos del siglo VIII que, todavía hoy, es leído y reinterpretado por escritores con fruición— que no sólo son historias abiertas, sino que además están ausentes de cualquier forma de mensaje moral. No pretende comunicar una verdad absoluta e incontrovertible, tampoco sólo entretener, sino demostrar cómo cada forma de mirar articulará su propia verdad respecto a los acontecimientos.