No somos el mismo individuo delante de una pantalla de cine que delante de un televisor. No es que cambiemos según el objeto en particular que tengamos delante, sino que mientras en el cine solemos estar acompañados de infinidad de desconocidos, en un ejercicio de comunión con el prójimo más cercano a la liturgia o la fiesta que al arte, ante la televisión solemos estar solos, en cuyo caso nuestra relación con la película pasa a ser más íntima; mientras que en la sala de cine buscamos la aprobación de los demás, confirmar que todos estamos de acuerdo conforme a lo que estamos viendo, en la intimidad buscamos nuestra propia aprobación, comunicarnos de forma íntima con la película. De ahí que la literatura, que siempre se da en la intimidad, tenga una recepción completamente diferente a la del cine. Si en el cine siempre existe cierta necesidad de inmediatez, de que ocurra algo y que ocurra lo antes posible porque queremos introducirnos de inmediato en un intercambio que durará lo que dure la película, en la literatura existe una condición mucho más laxa, ya que damos por hecho que el escritor quiere comunicarse con nosotros de forma íntima y eso requiere bastante tiempo conseguirlo.
¿Qué ocurre cuando ambos lenguajes, el literario y el cinematográfico, confluyen en un mismo punto? Depende desde donde parta la relación. Si bien la literatura ha sido tratada con cierta fruición dentro del cine, ya sea poniendo el foco sobre la literatura en sí o en forma de adaptaciones —aunque, como bien es sabido, cuanto más literaria una novela más difícil resulta traducirla en imágenes — , la literatura no ha correspondido del mismo modo al cine, tal vez por ser una forma artística de segundo orden. Que siempre ha de partir de una forma literaria como es el guión. Y si bien eso no significa que haya un desprecio o una superioridad inherente en la literatura, el acercamiento que se ha hecho hacia el cine desde la misma ha asumido siempre dos formas sólo en apariencia bien diferenciadas: o como referencia cultural o como código formal. En otras palabras, dejando que el cine infecte o bien el fondo o bien la forma de la novela.
En esos dos acercamientos podrían resumirse, aunque con ciertas reservas, un par de novelas que han coincidido en librerías casi al mismo tiempo, Zeroville de Steve Erickson y El Cinéfilo de Waker Percy. Mientras la primera se sitúa en la Nueva Orleans de postguerra con un protagonista que sólo encuentra algo similar al placer en el cine dentro de una vida tan acomodada como anodina, la segunda trata de Los Ángeles durante los años 70’s con un protagonista que es básicamente un autista que adora de forma exacerbada el cine. Donde Binx Bolling es un joven acomodado que de vez en cuando va al cine, Vikar es un misterio con un tatuaje de Elizabeth Taylor y Montgomery Clift en la cabeza.
No es casual comparar estas dos novelas. Además de la coincidencia de la publicación, ambas comparten una serie de rasgos en común que podríamos resumir en tres: una mirada existencialista, cierta pasión por las escrituras sagradas y un acercamiento constante hacia el cine. Lo primero resulta evidente desde el primer minuto en ambas novelas. Sus protagonistas se mueven por el mundo de forma caótica, chocando contra todas las fuerzas vivas que encuentran a su paso, oponiéndose al cambio sólo en la misma medida que no entienden los acontecimientos que les rodean; sus existencias están vacías, plagadas de traumas y claroscuros, salvo por sus particulares obsesiones. Más patentes en Vikar que en Binx. Eso nos lleva directos hacia la segunda de sus similitudes, que es también el comienzo patente del cisma: donde la obsesión de Vikar con la Biblia tiene un origen específico en su biografía, con su padre insinuando al borde de su cama que debería sacrificarlo como Abraham trató de hacerlo con Isaac, el de Binx es sólo fruto de su época, un EEUU todavía demasiado cristiano como para desvincularse en obra o pensamiento del siglo XIX. Ahí radica, además, la diferencia que separa radicalmente ambas novelas desde sus similitudes: su procedencia, su destino y cómo lo abordan.
A partir del cine es donde media un abismo entre ambas. A pesar de declarar haber puesto peso específico sobre ello en el título, en El cinéfilo no encontramos nunca un intento por vincular su forma literaria con la fílmica. Todo cuanto hace es usar referencias más o menos exóticas —no porque en su época lo fueran, en cualquier caso: todos los nombres de actores/actrices que aparecen eran celebrities de la época para el estadounidense medio — , la mayor parte de ellas completamente ininteligibles para cualquiera que no sea un (gran) aficionado al cine americano de entre los cincuenta y los sesenta, para dar la sensación de que la única salida emocional para la trágica vida de Binx, que aunque sí se antoje anacrónica no logra parecer trágica en ningún grado, es el cine. Incluso cuando su interés por el cine ya no es que sea marginal o basado exclusivamente en la lógica propia de la prensa rosa, lo cual podría justificar al personaje como completamente vacío, sino que resulta completamente inexistente.
Es una novela existencialista con aires decimonónicos; una novela pesada, gris, que intenta ocultar su propia ausencia de ritmo a través de pinceladas de color que, en ningún caso, parecen tener continuidad alguna con la totalidad de la obra. Ni siquiera da la sensación de que Percy le interese o importe lo más mínimo el cine más allá de su popularidad, de la posibilidad de dar una patina de contemporaneidad al conjunto que, por la forma, no podría tener jamás. Al intentar hacerla contemporánea en los detalles, sólo logró hacerla todavía más anacrónica con el peso del tiempo.
Zeroville no es que esquive esa bala, sino que es quien tenía el dedo en el gatillo desde un principio. En términos formales, intenta imitar a una película hasta sus últimas consecuencias. Además de la predominancia de lo visual sobre los otros sentidos, el uso constante de diálogos y la escasa infiltración en los pensamientos de los personajes, la propia condición formal de la novela se podría considerar fílmica: parágrafos breves, divididos en una sucesión numérica, cada uno marcando o bien un cambio de escena o un cambio de plano. En cierto modo, es como si el narrador nos estuviera explicando de viva voz los acontecimientos de una película que está pasando por delante de sus ojos durante la mayor parte de la novela.
Eso no significa que exista en Zeroville un rechazo de las formas literarias o no utilice el cine como referencia cultural válida. Pues no sólo coloca el dedo sobre el gatillo, sino que también juega a la ruleta rusa con la pista. Erickson demuestra tanto una preocupación notable por la narrativa, que es impactante y ágil y nos fuerza a seguir leyendo página tras página, como por la estética, pues incluso si queremos saber qué ocurrirá después es inevitable releer algunos de sus parágrafos para deleitarse en su belleza. Es, en definitiva, literatura. Literatura que disecciona cuidadosamente las formas propias del cine, pensando cómo pueden resultar funcionales en el contexto de una novela que, por lo demás, en todo momento busca ser lo más sutil posible, ocultando su auténtico genio a través de una exposición tan cuidada como sencilla.
Ahora bien, del mismo modo que es imposible escribir una buena novela sin saber cuidar tanto estilo como forma, es imposible extraer un estilo fílmico para la literatura sin ser un gran amante del cine. Algo que Erickson es. Ambientando la novela durante los años 70’s, haciendo de Vikar un montador que acabará viajando también hasta Nueva York, por sus páginas pasan todos los clásicos del cine y todos los nombres importantes de la época. Incluso cuando, en mor del entendimiento del lector no necesariamente bien formado en cine, se evita hacer referencia a sus nombres o sus películas, simplemente explicando su carácter para que el lector cinéfilo pueda averiguar o al menos intuir quienes son. Por sus páginas pasan John Milius, Brian de Palma o Robert de Niro y no saber que son ellos o siquiera quienes son no afecta en nada a la lectura del libro: son personajes completos, con peso específico dentro de la narrativa, por lo cual descubrir su identidad tiene interés sólo por el mismo hecho de hacerlo. De puro completismo cinéfilo.
Todo escritor busca comunicarse de forma íntima con nosotros. De ahí que nos resulte más amable aquel que habla con un registro complejo, pero inteligente, fácil de entender en tanto deja caer guiños constantes que no hace falta asimilar para entender el fondo de lo que dice; que aquel que habla con un registro simple, pero soporífero, difícil de entender en tanto deja caer guiños constantes que si bien eran fáciles y comunes en su tiempo actualmente son completamente ignotos. Es la diferencia entre ser atemporal o ser hijo de su tiempo, pues mientras los primeros siempre son tan jóvenes o tan viejos como la primera vez, los segundos son cada vez más viejos.
Fondo y forma son «dos formas sólo en apariencia bien diferenciadas», pues sólo cuando van de la mano crean la magia que llamamos la universalidad de la palabra. O como diría Vikar, el cine está en todas las épocas y todas la épocas están en el cine. De ahí que todo en Zeroville se enlace, que el cine como universalidad tenga que ver con Isaac y Abraham, con Vikar y su padre, pero también con el existencialismo. Lo cual es la definición exacta de lo que denominaríamos sino «obra maestra», al menos sí como «obra universal».
Deja una respuesta