Pensaba que sólo el mar tendría la amabilidad suficiente para aceptar su muda conversación.
Yukio Mishima
Ni perdona ni olvida aquel que sólo permanece ahí, en un reflujo constante de sí mismo. Aunque podamos oír el rumor de sus estallidos y sus requiebros, los silencios de su calma ante la tormenta o la tranquilidad, su ir no es diferente de su venir porque empieza y acaba en un mismo punto: en la totalidad de su uniformidad, en los límites arbitrarios de un cuerpo desorganizado que no podría estar organizado, que no podría tener órganos porque los despedazaría antes de que existieran. O quizás si pueda tenerlos por un tiempo. Puede poseer turbulentos remolinos, espumosos repliegues o brisas inquietantes, pereciendo tan pronto como sus ánimos, su clima, cambien con su propia corporeidad; el mar, ese viejo indiferente de los hombres, hace tiempo que dejo de preocuparse por aquellos que transitaran por su piel, si es que es piel y no su totalidad condensada. Puedes rezar al mar, pero eso no significa que el mar te escuche: sólo está ahí.
En más de un sentido, las historias de Yukio Mishima siempre están situadas en medio de una naturaleza que permanece ignorante de los asuntos del hombre: del mismo modo que el mar ignora los deseos o necesidades del hombre, las relaciones amorosas que desarrolla nunca se circunscriben dentro de lo que la sociedad permitiría. También lo es en su escritura, que fluye con una naturalidad rítmica que parece ignorante de los intereses del lector, fijándose sólo en sus propios pareceres; en Mishima, es natural que la acción general se interrumpa para darnos un retrato minúsculo de una costumbre o una tradición que se esgrime como símbolo de la historia. Crea órganos que viven lo justo para cumplir el cometido anímico del escritor. Por eso, si algo es irreductible de su obra, es esa condición natural de (re)flujo, de devenir, que se da en una cadencia rítmica no sólo en un sentido estético o poético, sino también en un sentido narrativo o existencial por parte de sus personajes. Todo cuanto está contenido en El rumor del oleaje trabaja en favor de seguir la musicalidad de un momento irrepetible del mundo, aunque eso suponga romperlo al atravesarlo con otros pequeños momentos que sirvan de alfileres para sostenerlo en el presente.
A pesar de todo, la historia de Shinji y Hatsue no está atravesada por el destino ni la tragedia: es un amor calmado, que navega entre las turbulentas aguas de la juventud, resistiéndose a caer en las formas más feroces de la carnalidad. Si no por tradición, si por una necesidad de comprender la corporeidad más lentamente. El cuerpo de Shinji pertenece al mar, incluso sus pensamientos, y sólo en tanto el mar acepte la posibilidad de su amor él podrá aproximarse a ella; sin la bendición del mar, su amor sería una ensoñación prohibida que no podría pasar de ser un bulto sepultado bajo el manto de la noche.
Como no podría ser de otro modo, el mar es la metáfora de la aprobación social. Si bien el padre de Hatsue se niega a permitir que los jóvenes estén juntos, lo hace sólo en tanto no cree que Shinji esté preparado para desposar a su hija: no ha demostrado ser capaz de domar el mar, de apropiarse de él, de demostrar poder vivir de su seno. Es pescador, pero debería ser un traductor del rumor de oleaje. Como él mismo, el padre de Hatsue, una vez fue. Por eso toda la novela se basa en la metáfora del mar, de la aprobación o no del mismo, que no deja de ser una proyección de las costumbres que el mar ha impuesto en los aldeanos más allá de sus intereses o convenciones sociales que pudieran tener de forma pretérita al mismo: en tanto viven del mar, éste es el dios y monarca que define de forma efectiva los límites de lo posible. Por eso es lógico que un hombre hecho a sí mismo, primera espada del mar, caballero de las olas, hijo pródigo de las mareas, desee para su hija sólo aquel capaz de demostrar ser capaz de cabalgar los caprichos marítimos.
Mishima orada sus obsesiones sobre el valor de conservar las tradiciones, pero no la tradición como un reducto de normas inviolables más o menos prefijadas de antemano —ya que entonces no podríamos decir que es un conservador, sino un ideólogo— tanto como un reducto de códigos de honor variables según la lógica determinada por la tierra, para mostrarnos como el único amor duradero es el que se edifica sobre la tradición. Tradición que no es impuesta como valor invariable absoluto independiente de las circunstancias, sino como dependiente de las mismas. ¿Qué sentido tendría la historia de amor de Shinji y Hatsue si no vivieran en una pequeña isla de pescadores? El hombre debe situarse en medio de la tradición lógica de su tiempo, adaptándose al clima a partir del cual se viva: quien está en una isla, se debe al mar; quien está en la montaña, se debe a la agricultura o la minería; quien está en las estepas, se debe a los bosques; y quien esté en la ciudad, se debe a la política o la cultura. Cada clima, que no tiene por qué tratarse de un clima natural, crea sus propias condiciones de existencia.
El rumor del oleaje no es sólo la historia de amor entre dos muchachos, sino la historia de como la tradición germina a través de las condiciones de vida a las cuales se ven sometidas en el espacio y el tiempo los hombres. Si las costumbres cambian, es porque los modos de vida cambian. No pueden vivir un romance igual los jóvenes que viven en una isla pesquera que los que viven en una isla turística, ni se parecerán en lo más remoto con respecto de los que vivan en una isla agrícola: las formas del amor, aunque el amor sea un sentimiento universal, se nos darán en las diferencias formales específicas desarrolladas dependiendo del lugar, de las necesidades vitales dadas en el lugar, donde se sitúen. Por eso el interés de Mishima por las historias de amor tiene que ver con la obsesión por la tradición, no como un absoluto universalizable, sino como una prudente tendencia a no tirar la cubertería vieja antes de comprobar que la nueva de plata sólo tiene el bruñido.
Cuando oímos hablar al mar, no estamos más que proyectando la voz de nuestras condiciones de vida sobre aquello que nos obliga a vivir de ese determinado modo. Y según cambien nuestros modos de vida, así cambiarán nuestras formas de comportarnos. Por eso el tradicionalismo no es un canto hacia el inmovilismo, o no es esa su única posibilidad, sino que es la necesidad de asegurarse que, con el cambio, no se estará destruyendo aquello que produce que nuestra sociedad pueda funcionar de forma efectiva para la totalidad de las personas; pensar el clima es pensar las formas de vida, he ahí el peligro de negar el conocimiento de toda tradición.
Seamos como el mar, desorganizados dentro de un orden, haciendo que nuestros órganos duren sólo lo que se hagan necesarios.
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