Nuestra curiosidad es infinita. Deseamos conocer aquello que nos es vedado, lo que sólo es posible en la imaginación, los sueños o la vida de algún otro; deseamos conocer aquello que está oculto, el mundo que se esconde entre los pliegues de nuestros párpados; ya sea la vida de nuestros vecinos o la existencia de un reino perdido, una playa secreta o un ser de otra galaxia, escapamos con asiduidad de nuestra vida para cartografiar aquellos huecos oscuros de nuestra experiencia que, por familiares, no son realmente desconocidos. No podría interesarnos algo que no esté anclado en nuestra experiencia del mundo. Sólo cuando algo logra llamar nuestra atención más allá de nuestras ideas preconcebidas, cuando algo conocido se hace extraño, podemos sentir genuina curiosidad por ello. En ese sentido, lo nuevo es imposible. Nuestra curiosidad orbita alrededor de lo próximo, de lo conocido, convirtiéndonos en expansión pura: nuestra curiosidad siempre crece, porque cuando lo que era extraño se vuelve familiar deja paso a nuevas formas de extrañeza.
Huir de la curiosidad no es una opción, ya que eso implica la muerte del alma. Aquel que se conforma con ver lentamente decaer todo aquello que conoce, aferrándose a la idea de que ya sabe todo lo que necesita para vivir —obviando, pues, la premisa esencial que rige toda existencia: nada permanece ni desaparece, todo está en constante transformación — , acepta su propia imposibilidad de adaptarse al mundo. Está fuera de la vida. Kublai Khan, escuchando las historias imposibles de Marco Polo, ni cree ni deja de creer en lo que le está contando su embajador, sólo se deja llevar intentando descubrir cuán vasto es su imperio. Explora los límites de sus posesiones, de aquello que le es familiar incluso si le es desconocido. Puede lo que diga el veneciano sea ficción, pero tiene un germen de realidad en él: su imperio es tan extenso que perfectamente podría contener las ciudades invisibles que le nombra.