Incluso partiendo de que la humanidad es tan capaz de lo mejor como de lo peor, a lo largo de nuestra historia intelectual hemos sido siempre más proclives a pararnos en los procesos que nos han llevado hacia lo peor. Lo bueno se da por hecho, lo malo es siempre la condición de nuestro tiempo. Por eso reducir la modernidad al tránsito hacia el holocausto o la edad media al oscurantismo de toda forma cultural es algo tan sencillo como absolutamente errado; todo tiempo parte de sus luces y sombras, incluso cuando sólo queramos ver uno de sus lados: no existió jamás un tiempo que no estuviera concomitante con su propia genialidad y desgracia. Hasta que no aceptemos los claroscuros de toda época, seguiremos siempre estancados en una erronea concepción de lo humano.
Pacific Rim es, en muchos sentidos, una oda hacia aquello que hay de puro en la humanidad: la cooperación, el entendimiento, el amor: aquellos valores que son intrínsecamente humano y, por extensión, son una forma lógica a través de la cual comunicarnos con de una forma efectiva. Incluso más allá del solipsismo del lenguaje. Es por eso que entender el último artefacto de Guillermo del Toro sin reparar en su nucleo básico de funcionamiento, tanto los enfrentamientos entre jaegers y kaijus como la unión de los pilotos con los primeros a través de puentes neurales, sería pretender reducir una reflexión profunda sobre la base de la humanidad al conflicto, perenne y maravilloso, de la defensa imposible contra el colonialismo —la cual, si de hecho está, sólo es la base de la película: Pacific Rim es, de facto, una película de, pero no sólo sobre, robots y kaijus ahostiándose. Por eso los jaegers no son sólo robots gigantes, sino que son la determinación de una serie de cosas al respecto de la humanidad misma.