Incluso partiendo de que la humanidad es tan capaz de lo mejor como de lo peor, a lo largo de nuestra historia intelectual hemos sido siempre más proclives a pararnos en los procesos que nos han llevado hacia lo peor. Lo bueno se da por hecho, lo malo es siempre la condición de nuestro tiempo. Por eso reducir la modernidad al tránsito hacia el holocausto o la edad media al oscurantismo de toda forma cultural es algo tan sencillo como absolutamente errado; todo tiempo parte de sus luces y sombras, incluso cuando sólo queramos ver uno de sus lados: no existió jamás un tiempo que no estuviera concomitante con su propia genialidad y desgracia. Hasta que no aceptemos los claroscuros de toda época, seguiremos siempre estancados en una erronea concepción de lo humano.
Pacific Rim es, en muchos sentidos, una oda hacia aquello que hay de puro en la humanidad: la cooperación, el entendimiento, el amor: aquellos valores que son intrínsecamente humano y, por extensión, son una forma lógica a través de la cual comunicarnos con de una forma efectiva. Incluso más allá del solipsismo del lenguaje. Es por eso que entender el último artefacto de Guillermo del Toro sin reparar en su nucleo básico de funcionamiento, tanto los enfrentamientos entre jaegers y kaijus como la unión de los pilotos con los primeros a través de puentes neurales, sería pretender reducir una reflexión profunda sobre la base de la humanidad al conflicto, perenne y maravilloso, de la defensa imposible contra el colonialismo —la cual, si de hecho está, sólo es la base de la película: Pacific Rim es, de facto, una película de, pero no sólo sobre, robots y kaijus ahostiándose. Por eso los jaegers no son sólo robots gigantes, sino que son la determinación de una serie de cosas al respecto de la humanidad misma.
Todo jaeger simboliza la comunión de la humanidad entera, la comunidad cristalizada en acto de potencia. En tanto hacen falta al menos dos pilotos conectados a través de un puente natural, a través del cual se conectan entre ellos conociendo al otro de forma íntima —sorteando así el problema del solipsismo, pues resulta posible comprender al otro de forma profunda; sin secretos, sin palabras: conocemos al otro porque «hemos vivido» (al menos en recuerdo) lo mismo que el otro — , pilotar éste implica no una decisión unilateral de un individuo, sino la absoluta compenetración de dos (o más) personas; como en una comunidad, sólo es posible llevar a buen puerto el conjunto de decisiones si todos actuamos en común en búsqueda de un objetivo común. Lo cual no significa que, actuando en común, se vaya a conseguir los objetivos propuestos: los daños colaterales, las estrategias mal planteadas, la superioridad de los eventos contingentes en la lucha o una mera confusión en los objetivos o medios a conseguir puede traducirse en la catástrofe absoluta en su búsqueda y consecución. El problema no es la maldad intrínseca de nuestros actos, sino la ceguera a corto plazo de saber dirigir nuestros esfuerzos de forma efectiva contra el objetivo. Nadie actúa por pura maldad.
El otro problema que se hace evidente a lo largo del metraje es el de la imposibilidad de poner de acuerdo a los individuos. En tanto Mako Mori se ve sublimada por sus propios recuerdos, ésta toma una decisión —estancarse en ellos en vez de dejarse fluír por la corriente del tiempo, coger la ola de la acción presente— que anula toda posibilidad de actuar de forma racional en el jaeger: cuando un individuo en la comunidad no coopera o no puede cooperar, ésta se dirige hacia caminos inciertos.
Es así que para entender la lógica subyacente de la película, sería imprescindible acudir a los conceptos que se desarrollan de forma natural dentro de sus referentes inmediatos del anime: las relaciones senpai-kōhai y el do.
Las relaciones senpai-kōhai son aquellas en las cuales se establece una jerarquización a partir de la cual un miembro con experiencia de una determindad comunidad, el senpai, enseña a un miembro recien introducido en la misma, el kōhai, en las formas y costumbres de ésta. Aunque pueda parecer lo contrario, esta jerarquía no se establece como una forma de poder impositiva, sino como un correlato efectivo de relación: el kōhai es tan dependiente del senpai —porque le enseña y guía a través de la dificil senda de la existencia, enseñándole a vislumbrar lo oculto— como el senpai del kōhai —ya que éste le hace mantenerse dentro de una lógica terrenal donde es necesario, sin la posibilidad de abstraerse en su propio conocimiento. Es por eso que la relación entre Mako Mori y Raleigh Becket no es ni una relación amorosa ni de subordinación, sino de correlación establecida por una mutua necesidad: Mori necesita de Becket para superar el trauma de la muerte de sus padres y controlar al protagonista de la película, Gipsy Danger; Becket necesita de Mori para poder re-descubrir su propia humanidad. No hay una lógica romántica detrás, sino una pura relación de fuerzas complementarias.
¿Por qué debe ser entonces rescatado el senpai de la desconexión de lo humano? Porque la labor de éste es enseñar al kōhai el do, el camino hacia la sabiduría. Si partimos del concepto de que el do es encontrar la armonía que se da en el estado del mushin (no-mente, no-espíritu) podemos entender cual es la necesidad imperiosa que se establece entre ambos: mientras el senpai está en una dimensión vaciada de toda humanidad, el kōhai está en medio de esa humanidad misma: el camino del do debe ser el encuentro de senpai y kōhai en el punto medio donde ese vaciamiento se hace perfectamente humano — los jaeger son la perfecta comunión entre tierra y mundo, vacío y mente, toda posibilidad por hacer y lógica dada a priori.
Jaeger, cazador en alemán, sintetizaría toda la filosofía (japonesa) que articula Pacific Rim: el cazador es aquel que se establece entre dos mundos, entre la naturaleza y lo humano, apropiándose de ambos como el único modo de sublimar ambos a su necesidad. No existe hombre sin mundo, pero tampoco carente de naturaleza. Por eso el enfrentamiento contra el kaiju, contra el monstruo gigante creado genéticamente enviado para destruirnos, no es más que la alegoría básica de la lucha contra nuestro lado oscuro; si el jaeger es la cualidad de lo humano que nos hace cooperar por el bien común (humano o no), el kaiju es aquello que nos hace cooperar por el bien propio; el kaiju es el Yo apoderándose del poder del do. Por eso pretender reducirlo al mero conflicto, a la hostia como lenguaje significante sin significado, sería pretender obliterar gran parte del sentido que hereda de forma natural al circunscribirse como parte de una rica tradición cultural.
Pensar es interpretar más allá de los límites superficiales del entendimiento a priori, recorrer el camino del do. Es por eso que si no aceptamos que el jaeger-do es tanto el camino del control de robots gigantes como el camino del auto-control y la comunión con el otro por nuestra humanidad común, lo único que nos queda es girar la vista hacia los kaijus que cada día nos atenazan: el kaiju nació con la bomba atómica, pretender negar esa humanidad común con el todo —con el hombre, con la naturaleza, con el mundo— es aceptar la rendición ante la constante aparición de otros kaijus: éstos siempre aparecerán, y sólo podremos pararlos si aceptamos la necesidad de formar una comunidad del do.
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