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  • Recogiendo los frutos de la sangre caída. Lista (de listas) del 2015

    Recogiendo los frutos de la sangre caída. Lista (de listas) del 2015

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    Vivimos tiem­pos in­tere­san­tes. Esa an­ti­gua mal­di­ción ju­día o chi­na, se­gún in­tere­ses del in­ter­lo­cu­tor, nos vie­ne al pe­lo por nues­tra épo­ca de ines­ta­bi­li­dad po­lí­ti­ca, cul­tu­ral y, en mu­chos sen­ti­dos, per­so­nal: se­gui­mos en me­dio de una cri­sis sal­va­je que no de­ja de azo­tar a la so­cie­dad y, al mis­mo tiem­po, ca­da vez ger­mi­nan de for­ma más fuer­te bro­tes ver­des aquí y allá. Como si en me­dio del pá­ra­mo fue­ra el úni­co lu­gar don­de pue­den cre­cer las flo­res más be­llas, ya sea por­que la be­lle­za es inhe­ren­te a la fuer­za o más bien por­que lo be­llo siem­pre es de­pen­dien­do de aque­llo que le ro­dea. Si el 2014 fue un año de tran­si­ción, 2015 fue el de los pri­me­ros fru­tos de es­ta nues­tra es­ta­ción del des­con­ten­to. Frutos que han si­do dul­ces, tal vez po­cos, aun­que sí bas­tan­te más va­ria­dos de los que ca­bría es­pe­rar, da­do que las co­se­chas de los fríos ex­te­rio­res ha fir­ma­do cier­ta una­ni­mi­dad que en es­ta san­ta ca­sa no entendemos.

    Y an­te to­do, la muer­te. Parece que el te­ma uni­fi­ca­dor, del que na­die se ha re­sis­ti­do a ha­blar aun­que sea un po­co, ese es el de la muer­te. Se han ido mu­chas per­so­nas bue­nas, mu­chas per­so­nas que apre­ciá­ba­mos, in­clu­so cuan­do no las co­no­cía­mos per­so­nal­men­te; mu­chos ar­tis­tas que ya no nos de­lei­ta­rán ya con na­da nue­vo, sino es co­mo un eco del pa­sa­do. Pero así y con esa in­evi­ta­bi­li­dad, tam­bién es­tá el otro po­lo: la sen­sa­ción de tran­qui­la eu­fo­ria que des­pren­de to­da la lis­ta, co­mo si se es­tu­vie­ra co­ci­nan­do al­go que só­lo pue­de in­tuir­se en­tre li­neas del con­jun­to de to­das las lis­tas. El que se­rá ese al­go, si es que hay tal al­go, que­da a la in­ter­pre­ta­ción del lector.

    Tal vez los tiem­pos de vic­to­ria, aun­que sea pí­rri­ca, no sean tiem­pos de gran­des dis­cur­sos. De ahí que es­te año no nos atre­va­mos a va­ti­ci­nar na­da pa­ra el que vie­ne: de­ja­re­mos, con so­sie­go, que la pro­pia ola del tiem­po nos arras­tre de ba­ta­lla en ba­ta­lla pa­ra de­ci­dir, den­tro de un año exac­to, qué ha si­do el 2016 pa­ra no­so­tros. Porque si al­go te­ne­mos cla­ro es que se­gui­re­mos aquí, más vie­jos, más tu­lli­dos, tal vez arras­tran­do más muer­tos que has­ta el mo­men­to, pe­ro to­da­vía vi­vos. Siempre vi­vos y en­san­gren­ta­dos ob­ser­van­do el ano­che­cer de nues­tros días.

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