Vivimos tiempos interesantes. Esa antigua maldición judía o china, según intereses del interlocutor, nos viene al pelo por nuestra época de inestabilidad política, cultural y, en muchos sentidos, personal: seguimos en medio de una crisis salvaje que no deja de azotar a la sociedad y, al mismo tiempo, cada vez germinan de forma más fuerte brotes verdes aquí y allá. Como si en medio del páramo fuera el único lugar donde pueden crecer las flores más bellas, ya sea porque la belleza es inherente a la fuerza o más bien porque lo bello siempre es dependiendo de aquello que le rodea. Si el 2014 fue un año de transición, 2015 fue el de los primeros frutos de esta nuestra estación del descontento. Frutos que han sido dulces, tal vez pocos, aunque sí bastante más variados de los que cabría esperar, dado que las cosechas de los fríos exteriores ha firmado cierta unanimidad que en esta santa casa no entendemos.
Y ante todo, la muerte. Parece que el tema unificador, del que nadie se ha resistido a hablar aunque sea un poco, ese es el de la muerte. Se han ido muchas personas buenas, muchas personas que apreciábamos, incluso cuando no las conocíamos personalmente; muchos artistas que ya no nos deleitarán ya con nada nuevo, sino es como un eco del pasado. Pero así y con esa inevitabilidad, también está el otro polo: la sensación de tranquila euforia que desprende toda la lista, como si se estuviera cocinando algo que sólo puede intuirse entre lineas del conjunto de todas las listas. El que será ese algo, si es que hay tal algo, queda a la interpretación del lector.
Tal vez los tiempos de victoria, aunque sea pírrica, no sean tiempos de grandes discursos. De ahí que este año no nos atrevamos a vaticinar nada para el que viene: dejaremos, con sosiego, que la propia ola del tiempo nos arrastre de batalla en batalla para decidir, dentro de un año exacto, qué ha sido el 2016 para nosotros. Porque si algo tenemos claro es que seguiremos aquí, más viejos, más tullidos, tal vez arrastrando más muertos que hasta el momento, pero todavía vivos. Siempre vivos y ensangrentados observando el anochecer de nuestros días.