Es imposible pretender frenar el paso del tiempo. Incluso cuando nos disguste que así acontezca, es natural que aquellos que se aproximan al mundo que nosotros hemos vivido, en ocasiones incluso construido, lo hagan desde una perspectiva ajena desde aquella con la cual nosotros la comprendemos; es imposible interpretar al otro desde la mente de otro, ya que siempre estará mediada nuestra idea sobre él al respecto de nuestras propias vivencias. Si cada persona es un mundo, cada cultura un universo y cada tiempo una galaxia, ¿cómo podríamos sabernos unidos entonces si nada parece unirnos?
El acercamiento hacia la cultura que hace el gag del sofá de Los Simpson se sitúa siempre en una extraña heterodoxia: no es una simple parodia, pero es difícil afirmar que tenga una entidad propia más allá de su convención de gag recurrente. Quizás porque es las dos cosas a la vez. Afirmaba Johnny Ryan que su serie favorita es Los Simpson porque «es estúpida e inteligente a la vez», he ahí la clave: si bien el gag del sofa, cuando se asoma hacia el abismo de la referencia cultural, puede considerarse una parodia insustancial, que no tiene un uso más allá del parodiar ciertos elementos claves en la cultura de nuestro tiempo, también tiene una significación propia proyectada hacía sí mismo, es un juego intertextual en el cual nos permiten ver tanto un buen golpe de humor como una precisa disección de las particulares obsesiones que quedan soterradas de forma discreta en la serie. Sus parodias no hacen sangre, dan abrazos. Por eso son inteligentes pero estúpidas, porque cuando hacen referencia hacia un aspecto de la cultura lo hacen desde un respeto que busca la comicidad, pero no abandona la consciencia de ser fruto de ello.