Es imposible pretender frenar el paso del tiempo. Incluso cuando nos disguste que así acontezca, es natural que aquellos que se aproximan al mundo que nosotros hemos vivido, en ocasiones incluso construido, lo hagan desde una perspectiva ajena desde aquella con la cual nosotros la comprendemos; es imposible interpretar al otro desde la mente de otro, ya que siempre estará mediada nuestra idea sobre él al respecto de nuestras propias vivencias. Si cada persona es un mundo, cada cultura un universo y cada tiempo una galaxia, ¿cómo podríamos sabernos unidos entonces si nada parece unirnos?
El acercamiento hacia la cultura que hace el gag del sofá de Los Simpson se sitúa siempre en una extraña heterodoxia: no es una simple parodia, pero es difícil afirmar que tenga una entidad propia más allá de su convención de gag recurrente. Quizás porque es las dos cosas a la vez. Afirmaba Johnny Ryan que su serie favorita es Los Simpson porque «es estúpida e inteligente a la vez», he ahí la clave: si bien el gag del sofa, cuando se asoma hacia el abismo de la referencia cultural, puede considerarse una parodia insustancial, que no tiene un uso más allá del parodiar ciertos elementos claves en la cultura de nuestro tiempo, también tiene una significación propia proyectada hacía sí mismo, es un juego intertextual en el cual nos permiten ver tanto un buen golpe de humor como una precisa disección de las particulares obsesiones que quedan soterradas de forma discreta en la serie. Sus parodias no hacen sangre, dan abrazos. Por eso son inteligentes pero estúpidas, porque cuando hacen referencia hacia un aspecto de la cultura lo hacen desde un respeto que busca la comicidad, pero no abandona la consciencia de ser fruto de ello.
La cabecera que ha hecho Guillermo del Toro para el episodio de Halloween no es una excepción, recurriendo a un sintomático doble acercamiento al respecto de lo fantástico —fantástico, que no terror, porque aborda obras que no podrían considerarse como dentro del terror per sé; ésto ya es significativo por sí mismo: existe una apertura de miras al respecto de la tipología del terror que, irónicamente, si bien sí existían en el XIX, se desestimaron durante buena parte del XX en favor del realismo puro incluso en el terror— en la cultura: tanto en sus obras como director en particular como en la cultura fantástica en general. La elección, además, resulta plena de sentido en tanto justifica el primero de los acercamientos: Guillermo del Toro no es sólo un prescriptor cultural, sino que ha producido el mismo obras del género donde permite vislumbrar su conocimiento enciclopédico al respecto del género.
Las referencias que plasma al respecto de su obra van hilando un conjunto en el cual se indistinguen ambos niveles, el propio y el común, en un todo coherente entre sí. El encuentro de Hellboy puede acontecer antes de la aparición de Cthulhu y que Lisa conozca el agujero del conejo de Alicia en el País de las Maravillas es óbice suficiente para convertirla en Ofelia y conocer al Fauno; la conexión entre el mundo general de lo fantástico y el particular de Del Toro sirve como agujero de gusano para comprender el mosaico general de una cultura en evolución, con infinitas conexiones entre sí.
El juego del quién es quién va más allá del juego en sí: lo interesante es ver como todo ello son conexiones que están ahí de facto, que siempre han pertenecido al imaginario no sólo de un autor, sino de una cultura. Conocemos las referencias, nos vanagloriamos en reconocerlas, pero nos reconforta hacerlo: comprobamos que entre el genio, que es aquel que habita el mundo ideal, y nosotros, que habitamos el triste mundo real, no hay tanta distancia como creíamos. Él es, al menos, tan pajero como nosotros.
Hay algo de reconfortante en descubrir que aquello que creíamos infinitamente lejano, pero absolutamente propio, es algo cercano y compartido por aquellos que nos son próximos, sea el género fantástico, Guillermo del Toro o Los Simpson. No hay distancia irónica en el acercamiento que ocurre en el gag del sofá: para que existiera cierta distancia que implique burla, desaprobación, tendría que perder por el camino su sentido de la maravilla. Como admitir que no había de que maravillarse no es una opción para Los Simpson, menos aún para Del Toro, asumen el arduo camino de encontrar el modo de congeniar aquellos mundos que nunca parecían haber llamado a encontrarse; incluso así, tiene truco: Los Simpson, por mucha pretensión realista que tenga en muchas ocasiones, tiene una fuerte variante fantástica que permite introducir sin problemas variaciones a su canon básico. ¿Cómo consiguen hacer tal proeza? Del mismo modo que la realidad, que puede ser realista pero, a menudo, se permite desviaciones que la aproximan hacia algunas de las más desquiciadas fabulaciones de la fantasía, si es que no las supera.
Más allá del juego meta‑, que siempre es una estupidez cuando se encuentra vacío, el interés de esta clase de juegos es descubrirnos como somos parte de una cultura que, aunque avance, incluso aunque nos resulte desquiciada, somos todos parte de ella. Habrá quién sólo reconozca a los monstruos clásicos o quién no pase de las referencias de ciencia ficción, pero el gag consigue algo impensable fuera de él: que todos nos reconozcamos como parte de ese mismo contexto fantástico. Eso es más valioso que cualquier mala ironía con la cual se pretenda enfangar la referencia como toda ausencia de amor propio.
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