Toda premonición de futuro es siempre considerada desde la oscuridad, desde el turbio punto en el cual se descontrolan la totalidad de los logros fantásticos que nos han llevado hasta una nueva época. Si es que no se nos dan ya descontrolados. El que toda presunción de futurabilidad siempre sea vista como un ejercicio de caos no es una casualidad, pero tampoco es una pretensión apocalíptica común entre el grueso de los artistas: si los avances futuros no crearan conflictos de alguna clase, no habría nada que narrar al respecto de ellos —salvo, quizás, la prolija masturbación imaginativa de su autor al concebir fantasías aproblemáticas; nadie está interesado en personajes que disfrutan de una maravillosa vida utópica sin «pero» — . Por eso si el futuro no se concibe como un lugar rayano lo apocalíptico, sino superado éste, se hace desde la posición de sus conflictos plausibles más comunes; nos interesa ver como confrontan los personajes sus conflictos, como los superan o hincan la rodilla ante ellos: en el presente o en el futuro, las historias se desarrollan siempre en el intento de conseguir algo, porque toda existencia es el intento de conseguir algo —un «algo» que es, en último término, un sentido auto-fundado — . Porque las historias, como las vidas, sin contenido no son más que anécdotas.
Lo fascinante de Neo Tokyo es como tres autores con unas particularidades muy marcadas consiguen, contra todo pronóstico, crear un espacio común de inquietudes que inciden en un futuro factible como idea, como posible lugar donde se funda un particular sentido de la existencia —pero no así en lo estético: ni en lo técnico ni en lo narrativo demuestran tener ninguna afinidad — . Es por eso que es imposible extraer de ellas una idea común sin antes transitarlas por separado en su particular zeitgeist, sin olvidar su unidad ideal; sólo es posible entenderlas como una sensible variación de un tema común, de ese Neo-Tokyo que tan poco «Neo-» parece ser en último término.