¿Qué es lo que nos hace humanos? Aunque parezca una pregunta simple, rayano con la obviedad, en realidad oculta la propia imposibilidad de dar una respuesta satisfactoria. No podemos definir de forma satisfactoria que es aquello que nos hace humanos: lo sabemos sin más. Si decimos que humano es aquel que «tiene aspecto antropomórfico», los monos serían humanos y si hilamos más fino diciendo que humano es aquel que «tiene aspecto antropomórfico y es capaz de comunicarse con otros seres humanos» —porque hablar de uso de herramientas, posesión del lenguaje, pensamiento o sentimientos sería, de entrada, también apropiable por los simios— tendríamos otro problema: excluiríamos a quienes no pueden comunicarse con nosotros, bien sean por problemas fisiológicos o mentales o bien por hablar otro idioma. Como pretendemos evitar el fascismo, obviaremos esta posibilidad como inútil. La única solución razonable entonces sería recurrir a la tautología y afirmar que «humano es aquel idéntico al ser humano» ya que, siempre que no exista un ser humano que no tenga parecido alguno con ningún otro ser humano, ésta sería la más precisa de las descripciones posibles. Tautológica, pero precisa.
Consciente de ello, Kōbō Abe elige esa imposibilidad de comunicar lo humano para reflexionar al respecto de los límites connaturales a nuestra mente. Los límites entre la realidad y la fabulación, entre la cordura y la demencia, entre la verdad y la falsedad, entre lo humano y lo extra-humano. Para conseguir llegar hasta el punto cero de su reflexión requiere ir más allá de la lógica, de lo que otros definirían como razonable, sumergiéndose en la experiencia cotidiana de los límites: no existen definiciones ideales, absolutas si se prefiere, al respecto de lo que suponen estos valores. Es imposible pensar los límites de aquello que habitamos, de nuestra humanidad, por ser también, en tanto lugar de inicio, punto de llegada. Miramos hacia nuestro interior como si miráramos el exterior. No podemos definir objetivamente lo humano, como no podemos definir objetivamente la cordura, porque estamos allí insertos: no podemos pensarnos desde fuera.