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  • El lobo que habita su propia trampa está cegado por la ceniza en los ojos

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    Ceniza en los ojos, de Jean Forton

    Según la bri­llan­te Hannah Arendt ha­bía una vez un zo­rro tan po­co zo­rro, pe­ro no por ello es­tú­pi­do, que caía siem­pre en to­da tram­pa que se po­nía an­te sí. Éste, har­to de de­jar­se la piel en­tre los afi­la­dos plie­gues de to­dos aque­llos lu­ga­res que creía se­gu­ros, de­ci­dió un día crear­se su pro­pia ma­dri­gue­ra don­de pu­die­ra vi­vir le­jos de la in­cer­ti­dum­bre de la cen­te­lla­da cons­tan­te del mun­do. Pero él, que era cie­go en sus vi­ci­si­tu­des, fa­bri­có un ho­gar que no era más que una tram­pa pa­ra zo­rros en la cual él se sen­tía có­mo­do; na­da ha­bía co­no­ci­do sal­vo las tram­pas, por eso su ho­gar era el lu­gar don­de se la­ce­ra la car­ne de los de su es­pe­cie. Este zo­rro, Martin Heidegger, vi­vió muy bien en esa tram­pa que se cons­tru­yó a me­di­da pe­ro que re­sul­to ser un ce­po bru­tal que des­ga­rra­ría las ba­ses on­to­ló­gi­cas de la fi­lo­so­fía occidental.

    Por su­pues­to no to­dos los zo­rros son Heidegger, ni si­quie­ra se pa­re­cen a él, pe­ro de lo que no de­be ca­ber­nos du­da es que no fue el úni­co que no dis­tin­guió nun­ca la tram­pa de su ho­gar. No de­be­ría sor­pren­der­nos que el in­no­mi­na­do zo­rro pro­ta­go­nis­ta de Ceniza en los ojos ‑una suer­te de Houellebecq wan­na­be de me­dia­dos del si­glo pasado- nos en­se­ñe una vez tras otra su tram­pa, or­gu­llo­so y al­ti­vo, sin dar­se cuen­ta que san­gra cons­tan­te­men­te con la car­ne he­cha ji­ro­nes no por­que el mun­do sea cruel e in­dó­mi­to, sino por­que es in­ca­paz de dis­tin­guir el es­pa­cio de la tram­pa; pa­ra es­tos zo­rros, to­da tram­pa es el mun­do en sí mis­mo. Es por eso que es­ta cla­se de zo­rros se de­jan la piel, com­ple­ta­men­te des­qui­cia­dos, vien­do co­mo len­ta­men­te el mun­do va des­tru­yén­do­los an­te sus ojos de vi­trio­lo que no son ca­pa­ces de in­fe­rir que las fi­lo­sas púas de la tram­pa es lo que es­tá des­cuar­ti­zan­do su exis­ten­cia. Ellos vuel­ven apa­sio­na­dos, sin nin­gún ru­bor y con cier­ta en­can­ta­do­ra ne­ce­dad, pa­ra se­guir sien­do des­trui­dos de la for­ma más pro­sai­ca inima­gi­na­ble: por la mio­pía que les im­pi­de dis­tin­guir cuan­to acon­te­ce en di­ver­gen­cia en el mun­do. Por ello ha­cen de las tram­pas sus ho­ga­res, pues no pue­den con­ce­bir que más acá de la tram­pa ha­ya un mun­do por explorar.

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