Etiqueta: lucha libre

  • En el conflicto crecemos como individuos. Sobre «Gigantomakhia» de Kentaro Miura

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    Entre la gue­rra y la ven­gan­za exis­te una dis­tan­cia in­fi­ni­ta, in­clu­so si con­si­de­ra­mos que am­bas sue­len re­cu­rrir a lo sen­ti­men­tal pa­ra jus­ti­fi­car sus ac­tos. En la gue­rra exis­ten re­glas, con­di­cio­nes con­si­de­ra­das in­vio­la­bles a tra­vés de las cua­les se ga­na o se pier­de; ade­más, no su­po­ne ne­ce­sa­ria­men­te el ex­ter­mi­nio del otro, sino el lle­var to­do el apa­ra­ta­je de una na­ción —bé­li­co, po­lí­ti­co y eco­nó­mi­co; en re­su­men, to­dos sus re­cur­sos ma­te­ria­les y hu­ma­nos— al con­tex­to de un es­ce­na­rio lú­di­co ab­so­lu­to. La gue­rra es con­ver­tir la vi­da co­ti­dia­na en un jue­go ex­tre­mo. La ven­gan­za es otra co­sa. En la ven­gan­za exis­te una con­di­ción emo­cio­nal, la ne­ce­si­dad de cu­rar una he­ri­da in­frin­gi­da al ego a tra­vés del su­fri­mien­to ajeno, que nos ale­ja ne­ce­sa­ria­men­te del jue­go: he­rir al otro, ma­tar­lo, des­truir­lo in­clu­so a nues­tra pro­pia cos­ta, es la úni­ca con­di­ción ne­ce­sa­ria de la ven­gan­za. Y aun­que si bien en oca­sio­nes la gue­rra pue­de con­ver­tir­se en ven­gan­za, nin­gu­na na­ción en su to­ta­li­dad se pue­de sen­tir he­ri­da en su ego co­mo pa­ra de­sear la com­ple­ta ex­ter­mi­na­ción de al­gún otro.

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  • dios sí juega a los dados

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    Existir es to­mar elec­cio­nes vi­ta­les a cie­gas. Así, si el hom­bre eli­ge siem­pre an­te una de­ter­mi­na­ción im­po­si­ble, ¿por qué Dios, de exis­tir, es di­fe­ren­te si so­mos una fi­gu­ra a su ima­gen y se­me­jan­za? Esto se lo cues­tio­na muy acer­ta­da­men­te Hitoshi Matsumoto en su gran pe­lí­cu­la, Symbol.

    El en­mas­ca­ra­do de lu­cha li­bre Escargot Man se en­fren­ta a un du­ro com­ba­te den­tro de muy po­co en el cual se en­fren­ta­rá a una nue­va ge­ne­ra­ción de lu­cha­do­res, mu­cho más jó­ve­nes y vi­ta­les. A su vez, un hom­bre des­pier­ta en una ha­bi­ta­ción en blan­co, sin puer­tas ni ven­ta­nas, don­de es­tá el so­lo y, pa­ra aña­di­du­ra, un mon­tón de pe­nes de que­ru­bi­nes que al ser to­ca­dos arro­jan co­sas o cau­san even­tos en la ha­bi­ta­ción. El en­fren­tar­se a lo des­co­no­ci­do, lo que nun­ca sa­be­mos que nos de­pa­ra es lo que ocu­rre a am­bos per­so­na­jes. Uno te­me por si se­rá ca­paz de se­guir man­te­nien­do su ni­vel, si po­drá man­te­ner su iden­ti­dad. El otro te­me el co­mo sa­lir de allí, el co­mo so­bre­vi­vir el tiem­po su­fi­cien­te; el co­mo po­der ser al­go más allá de la prác­ti­ca pa­ra ser téc­ni­ca. El res­to, es slaps­tick y pedos.

    Y mien­tras uno es un hom­bre cu­yo des­tino se ve fi­nal­men­te eje­cu­ta­do de un mo­do ab­sur­do por un dios de­men­ta­do, el otro es el cau­san­te de los nue­vos efec­tos en el mun­do. Mientras uno es un hom­bre en prác­ti­cas, el otro es un dios en prác­ti­cas. El eterno pro­yec­to, la as­cen­sión, el lle­gar a ser a tra­vés del apren­der es la ba­se y fin de to­dos. Ya sean hom­bres, ya sean dioses.