Etiqueta: Marlon Dean Clift

  • aunque huyas del amor éste jamás llegará a su fin

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    Hablar de el fi­nal es un oxi­mo­rón on­to­ló­gi­co: no exis­ten más fi­na­les que cier­tos cor­tes crea­dos a tra­vés de los cua­les de­li­mi­ta­dos mo­men­tos es­pe­cí­fi­cos de al­go ‑del mun­do, de una per­so­na, de una si­tua­ción o, co­mo en és­te ca­so, un sen­ti­mien­to o una relación- pa­ra si­tuar­los en un tiem­po es­pe­cí­fi­co. Delimitar el de­seo así, de una for­ma ab­so­lu­ta, só­lo con­si­gue ba­na­li­zar­lo has­ta ha­cer­lo mar­chi­tar al es­tar se­di­men­ta­do en­tre los lí­mi­tes de lo pa­sa­do. Es por eso que Marlon Dean Clift, ese psi­co­geó­gra­fo sen­ti­men­tal re­con­ver­ti­do en mú­si­co, sub­vier­te esa no­ción ar­que­tí­pi­ca y he­te­ro­do­xa del fi­nal en “A Constant Ending”.

    Con un per­fec­cio­na­mien­to de los dro­nes y unas at­mós­fe­ras que ca­da vez nos evo­can en ma­yor me­di­da una suer­te de post-rock del año 2200, va ar­ti­cu­lan­do sin com­pa­sión ca­da uno de es­tos fi­na­les úni­cos. Acudimos así, cons­tan­te­men­te, a la gé­ne­sis y fa­lle­ci­mien­to fi­nal de una can­ción tras otra, de un sen­ti­mien­to tras otro, pa­ra per­pe­tuar una his­to­ria que es­tá com­pues­ta de los re­ta­zos de los fi­na­les de otra his­to­ria; pres­cin­de de to­da no­ción de his­to­ria, de con­ti­nui­dad tem­po­ral, a tra­vés de ha­cer del fi­nal ‑un mo­men­to cul­tu­ral­men­te apo­ca­líp­ti­co, aus­pi­cia­do por un cor­te in­ten­cio­nal del mismo- el nú­cleo de ca­da his­to­ria. Aunque fun­cio­nan por se­pa­ra­do a la per­fec­ción, co­mo cáp­su­las auto-contenidas de una his­to­ria mu­cho ma­yor, tam­bién fun­cio­nan co­mo un to­do per­fec­ta­men­te ar­ti­cu­la­do que nos va pre­sen­tan­do una geo­gra­fía no­má­di­ca de los sen­ti­mien­tos; si en la vi­sión nor­ma­ti­va del amor és­te pa­sa, se va más allá en el tiem­po y el es­pa­cio, mien­tras no­so­tros que­da­mos la pro­pues­ta de MDC es jus­to la con­tra­ria: no­so­tros so­mos los que pa­sa­mos por ca­da una de las re­gio­nes es­tan­cas, im­pe­re­ce­de­ras y eter­nas, de ca­da con­for­ma­ción de los sentimientos.

    Es por eso que ca­da can­ción, ca­da via­je ha­cia un nue­vo cen­tro del co­ra­zón, es una con­for­ma­ción úni­ca que ja­más ter­mi­na sino que, no­so­tros, ele­gi­mos, o nos ve­mos obli­ga­dos, a aban­do­nar. El mun­do, en tan­to bas­ta na­tu­ra­le­za, no co­no­ce de lí­mi­tes geo­grá­fi­cos y, por ello, es el hom­bre, úni­co so­be­rano auto-declarado del mis­mo, quien los de­li­mi­ta con li­neas de ti­za que no exis­ten; más allá de la fron­te­ra no se en­cuen­tra el abis­mo, sino un otro idén­ti­co en su al­te­ri­dad. Es por eso que és­te “A Constant Ending” nos en­se­ña la la­bor eter­na de MDC: el ho­ra­dar en cuan­tos cam­pos se le per­mi­te bus­car el amor, esa co­ne­xión es­pe­cial no ne­ce­sa­ria­men­te ro­mán­ti­ca en­tre dos per­so­nas. Es por ello que los sen­ti­mien­tos, jun­to con las tie­rras don­de se cul­ti­van, nun­ca mue­ren ni pa­san, pues son agen­tes eter­nos de la pu­re­za sen­ti­men­tal que una vez hu­bo en esa tie­rra en­tre dos per­so­nas. Por eso los loops, los dro­nes y esa ne­ce­si­dad de nun­ca aca­bar, de es­tar en eterno mo­vi­mien­to, ha­cen de es­tos fi­na­les cons­tan­tes un per­pe­tuo de­ve­nir en un amor que siem­pre nos al­can­zó. Los sen­ti­mien­tos no co­no­cen de lí­mi­tes más allá del amor que des­pren­de tu mirada.

  • creo que mi amigo dijo: no olvides la sonrisa

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    Los cum­plea­ños tie­nen una cier­ta im­por­tan­cia den­tro de la cul­tu­ra hu­ma­na co­mo for­ma de ve­ne­ra­ción de la exis­ten­cia; es una ce­le­bra­ción de ín­do­le so­cial don­de de­cla­ra­mos nues­tra fe­li­ci­dad de ha­ber na­ci­do. Pero to­do cum­plea­ños ne­ce­si­ta el com­po­nen­te so­cial, el re­co­no­cer­me co­mo vi­vo a tra­vés de que otros de­cla­ren en mi ese es­ta­do de vi­ve­za, o lo que es lo mis­mo, que me fe­li­ci­ten el cum­plea­ños. Y pa­ra eso es­ta­mos hoy aquí, pa­ra ce­le­brar el se­gun­do cum­plea­ños de es­te blog.

    ¿Como va­mos a ha­cer tal co­sa? Se me ocu­rrie­ron mu­chas co­sas, al­gu­nas alo­ca­das e im­pen­sa­bles, otras tí­pi­cas y abu­rri­das, pe­ro fi­nal­men­te me de­ci­dí por ha­cer lo que peor y me­jor se ha­cer: di­bu­jar y po­ner en el cen­tro de aten­ción a los de­más. Así van a ver a to­dos aque­llos que ha­cen es­te blog po­si­ble di­bu­ja­dos ‑em­pe­zan­do por mi mis­mo en­ca­be­zan­do el post- re­cor­dan­do cua­les han si­do sus atri­bu­cio­nes al mis­mo. Que, aun­que no siem­pre sean evi­den­tes o si­quie­ra vi­si­bles pa­ra na­die que no sea yo mis­mo ‑per­ma­ne­cien­do des­co­no­ci­das al­gu­nas in­clu­so pa­ra ellos mismos‑, son mu­chas y con mu­chí­si­mo peso.

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  • donde el amor nos alcanzó

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    Según Heráclito to­da la na­tu­ra­le­za exis­te en ho­nor de pa­res; to­do aque­llo que ten­ga un va­lor es­ta­rá siem­pre aso­cia­do de for­ma irre­so­lu­ble y vi­tal a su con­tra­rio. Sólo cuan­do ve­mos las fa­ce­tas de la reali­dad en su con­jun­to, en su har­mo­nio­sa co­mu­nión, po­dre­mos en­ten­der la in­trin­ca­da re­la­ción a tra­vés de la que se mue­ve el mun­do. Alguien que siem­pre ha en­ten­di­do es­to muy bien es Marlon Dean Clift y es­ta vez, ade­más, ha con­se­gui­do ma­te­ria­li­zar­lo de for­ma per­fec­ta en Þingvellir.

    Þingvellir es una zo­na de Islandia con tres pe­cu­lia­ri­da­des: una his­tó­ri­ca, una geo­ló­gi­ca y otra geo­grá­fi­ca. En el año 930 se creo an­te es­te pre­cio­so pa­sa­je el alþin­gi, el pri­mer, y aun en uso, par­la­men­to po­lí­ti­co de la his­to­ria de la hu­ma­ni­dad; es el lu­gar exac­to don­de con­ver­gen la pla­ca tec­tó­ni­ca eu­ro­asiá­ti­ca y nor­te­ame­ri­ca­na; y, ade­más, se pue­de ver la au­ro­ra bo­real des­de el pro­pio va­lle. Como en la can­ción las fuer­zas con­ver­gen con fu­ria en un eterno fluir cí­cli­co, pe­ro no cir­cu­lar, se si­túa siem­pre co­mo una con­for­ma­ción en es­pi­ral; des­de su ini­cio has­ta el fi­nal só­lo po­de­mos pre­sen­ciar la evo­lu­ción ló­gi­ca de he­chos que no se pue­den di­lu­ci­dar en su co­mien­zo. En un sub­ra­ya­do con­ti­nuo, tre­men­da­men­te ágil, lo que no es más que aque­llo que siem­pre es­tu­vo ahí en la vo­lun­tad de los pa­res nos con­ce­de la vi­sión de la sin­gu­la­ri­dad de un mo­men­to. Se da un de­ve­nir en el otro, en re­co­no­cer al otro co­mo en mi pro­pio ser, en el que no hay ni prin­ci­pio ni fi­nal sino el via­je en sí mis­mo; to­do se con­fi­gu­ra en la pu­ra cons­ta­ta­ción de que siem­pre los des­ti­nos es­tu­vie­ron uni­dos. Y he ahí que sea im­po­si­ble ver has­ta el fi­nal, en su con­jun­to com­ple­to, que no ha ha­bi­do cam­bio al­guno sino que fue­ron aflo­ran­do di­fe­ren­tes as­pec­tos que pa­re­cían ocul­tos: só­lo se pue­de ver aque­llo que es real ‑bien sea el amor, la po­lí­ti­ca, la geo­gra­fía o la música- des­de la dis­tan­cia que con­fie­re el po­der ver el pai­sa­je de la au­ro­ra, nun­ca só­lo la tierra.

    Y al fi­nal só­lo que­da esa sen­sa­ción de ha­ber vis­to al­go úni­co, es­pe­cial en el mun­do, que ja­más se vol­ve­rá a re­pe­tir por­que en ca­da oca­sión es di­fe­ren­te por­que to­do par, aun cuan­do los mis­mos, siem­pre su­po­ne una sin­gu­la­ri­dad úni­ca. Pues no hay na­da más allá del yo, ni na­da más cer­cano del otro, que no se pue­da ex­pli­car a tra­vés de to­do aque­llo que se con­fi­gu­ra co­mo el de­ve­nir en la ne­ce­si­dad de la dua­li­dad. Þingvellir, tie­rra de sue­ño y vigilia.

  • las maquinas del presente, los humanos del futuro

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    En oca­sio­nes pa­ra en­ten­der el fu­tu­ro só­lo nos res­ta el he­cho de mi­rar con pa­sión ha­cia un fu­tu­ro más pro­fe­ci­ta­do que ra­cio­na­li­za­do. Cuando la pa­sión se en­cuen­tra el co­que­teo; el jue­go dia­léc­ti­co, se ocu­rre con la na­tu­ra­li­dad que le es pro­pia a aquel que sa­be que es­tá ha­cien­do lo que más de­sea en ese mo­men­to. La ma­gia se en­cuen­tra en la re­ci­pro­ci­dad del he­cho de la pro­pia com­pli­ci­dad. Ahí se en­cuen­tra el jue­go don­de se dispu­ta la muy in­tere­san­te Beyond The Machine de Marlon Dean Clift.

    Varias me­lo­días se van so­la­pan­do, bai­lan­do en una com­par­sa per­fec­ta­men­te eje­cu­ta­da; equi­li­bra­da, en la cual el so­lip­sis­mo en el que se en­raí­zan en bu­cle só­lo es una ex­cu­sa pa­ra se­guir cer­ca del otro. La can­ción va evo­lu­cio­nan­do a tra­vés de la me­lo­día de piano que se ve co­rres­pon­di­da siem­pre de un mo­do equi­va­len­te, en res­pues­ta, por los so­ni­dos elec­tró­ni­cos que apa­re­cen a sus es­pal­das. Como en una con­ver­sa­ción mi­li­mé­tri­ca, bien pen­sa­da, es­con­de su pa­sión en­tre ca­pas de di­fe­ren­tes sig­ni­fi­ca­dos de­jan­do en­tre­ver la mis­ma só­lo en sus trans­pa­ren­cias. Una per­so­na in­ter­ac­tuan­do con una má­qui­na, lo que en prin­ci­pio to­do pa­re­cían res­pues­tas au­to­má­ti­cas po­co a po­co, con la in­ter­ac­ción fí­si­ca, to­do se va tor­nan­do pa­sio­nal; hu­mano. Al fi­nal se en­tre­mez­clan y con­fun­den, no se es ca­paz de dis­tin­guir has­ta que pun­to uno es hu­mano y el otro sin­té­ti­co; has­ta que pun­to uno de los dos no es sino una cons­truc­ción ex­qui­sí­ta­men­te ar­ti­fi­cial. Y es que, en úl­ti­mo tér­mino, Beyond The Machine no es más que la his­to­ria del amor en los tiem­pos del transhumanismo.

    Entre di­fe­ren­tes me­lo­días, en­tre ite­ra­cio­nes ló­gi­cas y sen­ti­men­ta­les, el úni­co re­sul­ta­do es la con­fluen­cia de to­do en un mis­mo blo­que úni­co. ¿Qué es ser hu­mano cuan­do la con­di­ción de hu­mano es re­pli­ca­ble tecnológicamente?¿Qué nos im­pi­de ena­mo­rar­nos de una ma­qui­na y ser co­rres­pon­di­dos por es­ta cuan­do, fi­nal­men­te, los sen­ti­mien­tos han si­do per­fec­ta­men­te geo­me­tri­za­dos? Al fi­nal del ca­mino la úni­ca di­fe­ren­cia es cuan­do y co­mo se ha con­se­gui­do la ca­pa­ci­dad de man­te­ner una re­la­ción au­tó­no­ma con lo otro.

  • el retorno como mirada al futuro

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    A ve­ces, pa­ra po­der ver las co­sas con pers­pec­ti­va, de­be­mos des­ha­cer el ca­mino he­cho pa­ra ver que es exac­ta­men­te lo que ocu­rrió, que es lo que se per­dió, o el que ga­na­mos, por el ca­mino. Aunque lo na­tu­ral sea ir ha­cia de­lan­te, nun­ca ha­cia atrás, es im­por­tan­te po­der ver des­de el pun­to de vis­ta pre­sen­te que es lo que pa­só en aquel pa­sa­do en una re­cons­truc­ción exis­ten­cial. Así, en un via­je ini­ciá­ti­co de apren­di­za­je so­bre no­so­tros mis­mos, nos em­bar­ca­mos en sdrawkcaB de Marlon Dean Clift.

    Entre dro­nes in­fi­ni­tos se van de­sa­rro­llan­do las me­lo­días ca­da vez más mi­ni­ma­lis­ta­men­te so­bre­car­ga­das en­con­tra­mos un brus­co cam­bio de vi­ra­je en el so­ni­do con res­pec­to a sus an­te­rio­res dis­cos, el én­fa­sis en las gui­ta­rras. Las gui­ta­rras su­ti­les, bien de­sa­rro­lla­das, apa­re­cen una y otra vez du­ran­te to­do el dis­co co­mo re­mi­nis­cen­cias del pa­sa­do que nos van na­rran­do un su­ce­so an­te­rior a es­te ins­tan­te. Así co­mien­za una vuel­ta atrás en un dis­co que tie­ne un ojo en el fu­tu­ro y otro en el pa­sa­do. Las gui­ta­rras, re­mi­nis­cen­cia de su pri­mer tra­ba­jo, van acom­pa­ñan­do siem­pre al so­ni­do am­bient ca­da vez más fas­tuo­so, ca­te­dra­li­cio in­clu­so, que va po­ten­cian­do len­ta­men­te, po­co a po­co, en ca­da uno de sus dis­cos. Pero la his­to­ria que nos na­rra tam­bién nos con­ce­de esa vuel­ta atrás. Comenzando con la es­pe­ran­za de un fu­tu­ro me­jor y co­men­zan­do con el alum­bra­mien­to, ya sea del amor o de la vi­da en si, co­mien­za un trán­si­to des­de el fi­nal ha­cia el prin­ci­pio de to­do pa­ra des­cu­brir al­go más so­bre si mis­mo. Al fi­nal lo que con­si­gue es un eterno re­torno en el que, en ca­da vuel­ta ha­cia atrás, los ele­men­tos es­te presente-futuro se van ali­men­tan­do de aque­llos ele­men­tos po­si­ti­vos de ese pa­sa­do per­di­do. Así, en es­ta hui­da ha­cia atrás, lo úni­co que con­si­gue una y otra vez Marlon es ali­men­tar­se a si mis­mo, a su mú­si­ca, a su his­to­ria, con una vi­sión con­ti­nua­men­te ac­tua­li­za­da, siem­pre re­tor­nan­te con nue­vas pie­zas con las que jugar.

    La mú­si­ca, co­mo la vi­da o el amor, apren­de de mi­rar ha­cia el pa­sa­do y en­ten­der que fun­cio­nó y que no en ca­da oca­sión, res­ca­tan­do aque­llas co­sas que que­da­ron en el pa­sa­do que, fun­cio­na­ran o no, aho­ra po­drán fun­cio­nar den­tro de nues­tro nue­vo gran to­do. Esto y na­da más es la en­se­ñan­za más im­por­tan­te que Marlon nos ha po­di­do dar ja­más en su ca­te­dra­li­cia sdrawkcaB. Y eso es mu­chí­si­mo más de lo que pue­den de­cir la ma­yo­ría de ar­tis­tas de es­te mun­do. El via­je exis­ten­cial fu­tu­ri­ble de­pen­de siem­pre de mi­ra­das de­cons­truc­ti­vas al pasado.