Etiqueta: máscara

  • Black Mirror en su propio reflejo (V). «Men Against Fire», TRUMPeando lo hiperreal

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    No exis­te ser hu­mano que no ten­ga por ca­ra una más­ca­ra. Incluso quie­nes pre­ten­den lo con­tra­rio. A fin de cuen­tas, vi­vir ex­po­nien­do nues­tros mie­dos, de­seos y sen­ti­mien­tos es el mé­to­do más rá­pi­do y efi­caz pa­ra aca­bar sien­do da­ña­do, si es que no ex­plo­ta­do. De ahí la ne­ce­si­dad de una más­ca­ra. De ocul­tar aque­llo que so­mos a tra­vés de al­gu­na cla­se de filtro.

    Pero no aca­ba ahí la fun­ción de la más­ca­ra. Al igual que ocul­ta aque­llo que so­mos, tam­bién ocul­ta aque­llo que son los otros; no por­que los otros va­yan en­mas­ca­ra­dos, que tam­bién, sino por­que, en la elec­ción de nues­tra más­ca­ra, es­ta­mos crean­do un mo­do de ver el mun­do. Porque, del mis­mo mo­do que ni los sím­bo­los ni las ideas son ino­cen­tes, el ros­tro con el que nos pre­sen­ta­mos tam­bién di­ce al­go al res­pec­to de nues­tros pre­jui­cios y ne­ce­si­da­des. De aque­llo con lo que que­re­mos in­ter­ac­tuar, con lo que no y có­mo que­re­mos ha­cer­lo. Porque, en úl­ti­ma ins­tan­cia, la más­ca­ra no sir­ve só­lo pa­ra ocul­tar­se, sino tam­bién pa­ra mostrarse.

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  • My Little Wish. Diseccionando «Touch» (el anime) de Mitsuru Adachi (II)

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    Para quien no lo ha­ya he­cho aún, se pue­de leer la pri­me­ra par­te de es­te ar­tícu­lo tal que aquí.

    Cómo su­pe­rar una pér­di­da cam­bia de per­so­na en per­so­na. Existen quie­nes ne­ce­si­tan abra­zar la tris­te­za, quie­nes ne­ce­si­tan eva­dir­se e, in­clu­so si no es el mo­do más sa­lu­da­ble, quie­nes ne­ce­si­tan au­to­des­truir­se pa­ra po­der vol­ver a re­sur­gir de sus ce­ni­zas. A fin de cuen­tas, no ve­ni­mos con un ma­nual de­ba­jo del bra­zo que nos di­ga có­mo ac­tuar cuan­do nues­tra vi­da se vie­ne abajo.

    Kazuya mu­rió en un ac­ci­den­te al fi­nal de la pri­me­ra tem­po­ra­da de Touch. Nadie pu­do ha­cer na­da por evi­tar­lo. No hu­bo cul­pa­bles. Ni si­quie­ra hu­bo ra­zón al­gu­na —ra­zón en el mun­do de Touch, al me­nos — , por­que la vi­da a ve­ces es eso: pér­di­das sin mo­ti­vo al­guno. Era un día cual­quie­ra, era un día im­por­tan­te ca­ra a la fi­nal que po­dría lle­var­le a él y a su equi­po al koshien (el tor­neo na­cio­nal de ba­se­ball en­tre ins­ti­tu­tos), pe­ro se mu­rió por el ca­mino. Murió por el ca­mino y na­die lo su­po has­ta que aca­bó la fi­nal por­que Tetsuya no qui­so que na­die que no fue­ran sus pa­dres tu­vie­ran que cen­trar­se en al­go que no fue­ra el par­ti­do. El par­ti­do por el que, en cier­to sen­ti­do, su her­mano dio la vida.

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  • A painter in my mind. Diseccionando «Touch» (el anime) de Mitsuru Adachi (I)

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    A ve­ces la nos­tal­gia tie­ne ra­zón de ser. No siem­pre nos de­ja­mos lle­var por los can­tos de si­re­na, por la me­dio­cri­dad o el signo de los tiem­pos, sino que, muy de vez en cuan­do, co­sas real­men­te pro­di­gio­sas con­si­guen con­quis­tar el co­ra­zón de to­da una ge­ne­ra­ción sin que ello sig­ni­fi­que un de­mé­ri­to pa­ra su pro­pia ca­li­dad. Y si bien eso es una ex­cep­ción, si nor­mal­men­te ga­na el mar­ke­ting o la ex­tra­ña al­qui­mia que es la suer­te o la ca­sua­li­dad, cuan­do ocu­rre hay que qui­tar­le el pol­vo de la nos­tal­gia a aque­llas obras que con­si­guen su­pe­rar la prue­ba del tiem­po de­mos­tran­do que siem­pre fue­ron brillantes.

    Algo así po­dría­mos de­cir de Touch. Adaptación del man­ga de Mitsuru Adachi, to­da­vía hoy con­si­de­ra­do uno de los ani­mes más im­por­tan­tes de la his­to­ria, se emi­tió en España ba­jo el nom­bre de Bateadores y vol­ver a ella es­tá te­ñi­do de una fi­na ca­pa de nos­tal­gia que nos ha­ce pen­sar en la se­rie co­mo en un pro­duc­to me­nor, in­fan­til; un re­fle­jo de lo que fui­mos que na­da tie­ne que ver con la se­rie­dad y pro­fun­di­dad que ha al­can­za­do la te­le­vi­sión, ani­me in­clui­do, hoy en día.

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  • No hay máscara que cien años dure. Sobre «Stage Fright» de Jerome Sable

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    Existe al­go en la fic­ción que la ha­ce más real que la reali­dad mis­ma, o al me­nos más to­le­ra­ble. Su con­di­ción de fal­se­dad, de ha­blar­nos de un mun­do po­si­ble que no es el nues­tro, le per­mi­te co­mu­ni­car­se con una sin­ce­ri­dad que es im­pen­sa­ble en nues­tro mun­do: don­de ex­po­ner la ver­dad de for­ma cru­da se ve­ría ofen­si­va en un en­sa­yo o en un do­cu­men­tal —ya no di­ga­mos en una con­ver­sa­ción, don­de la ver­dad es­tá ve­ta­da ba­jo con­di­cio­nes de co­rrec­ción so­cial que ocul­tan la glo­ri­fi­ca­ción del au­to­en­ga­ño co­mo ba­se del ego­tis­mo so­cial im­pe­ran­te — , en la fic­ción es aplau­di­do de for­ma ra­bio­sa. De for­ma tá­ci­ta acep­ta­mos en el en­ga­ño co­mo ne­ce­sa­rio pa­ra la ar­mo­nía so­cial, pe­ro al tiem­po no acep­ta­mos que la ver­dad per­ma­nez­ca ocul­ta de for­ma per­pe­tua; acep­ta­mos que no po­de­mos de­cir cual­quier co­sa, que de­be­mos me­dir cuan­do ca­llar in­clu­so lo que la éti­ca nos di­ce que de­be­ría­mos gri­tar, pe­ro exi­gi­mos a la fic­ción que nos ha­ble so­bre no­so­tros, que no es­con­da sus car­tas de­jan­do to­do col­gan­do. Nos en­ga­ña­mos por­que no so­mos ca­pa­ces de acep­tar la ver­dad, pe­ro la exi­gi­mos de for­ma constante.

    Odiamos la ver­dad, pe­ro exi­gi­mos la ver­dad. Es por eso por lo que re­in­ven­tar los clá­si­cos, pa­ro­diar­los «en cla­ve pos­mo­der­na», tie­ne un sen­ti­do prác­ti­co: sa­be­mos que ocul­tan den­tro de sí ver­da­des in­có­mo­das que nos do­le­rá es­cu­char, pe­ro sos­pe­cha­mos que al traer­las al pre­sen­te nos afec­ta­rán de otro mo­do. Sospecha in­ge­nua, por otra par­te. Cuando un clá­si­co es pa­ro­dia­do, dis­tor­sio­na­do, lle­va­do has­ta el te­rreno de la sos­pe­cha, lo que lo­gra­mos es po­ner en sus­pen­so la ver­dad que trans­mi­te, co­mu­ni­can­do una ver­dad más pro­fun­da so­bre aque­llos que con­su­men esa cla­se de fic­ción; la pa­ro­dia no es un mo­do de neu­tra­li­zar o ac­tua­li­zar la reali­dad de­trás de una obra o gé­ne­ro, sino el mo­do a tra­vés del cual de­cons­trui­mos los mo­dos de la fic­ción misma.

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  • Máscaras que desenmascaran ausencias. Una lectura scooby-doiana de «Batman: Mask of the Phantasm»

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    Existe al­go in­fi­ni­ta­men­te nues­tro en Scooby-Doo. La es­cép­ti­ca idea de que de­trás de ca­da mons­truo se es­con­de un hom­bre, ban­que­ro, agen­te de in­ver­sio­nes o in­mo­bi­lia­rio, no só­lo co­nec­ta con el dis­cur­so de la im­po­si­bi­li­dad de aque­llo que no sea cien­tí­fi­co, ra­cio­nal, sino con aquel otro que em­pa­ren­ta el di­ne­ro con el mal. Todo hom­bre co­rrom­pi­do lo es por el di­ne­ro. Eso, que se­ría co­mo de­cir que to­do hom­bre co­rrup­to lo es por que­rer ser­lo, no de­ja de ser la pos­tu­ra que, con ma­yor ten­den­cia, se apro­pian hoy la ma­yo­ría de los in­di­vi­duos; el cul­pa­ble es otro, el cul­pa­ble es el que se ha­cía pa­sar por cor­de­ro, cuan­do siem­pre fue lo­bo. A és­to, que lla­ma­re­mos «Doctrina Scooby-Doo», al creer que exis­te un mal en las som­bras que ex­pli­ca­rá el mun­do se­gún lo des­ve­le­mos, tie­ne un pro­ble­ma de ba­se: su pro­pia cer­te­za an­te la in­exis­ten­cia del mons­truo le ha­ce re­ne­gar de los efec­tos de és­te. No se pre­gun­tan «có­mo» ni «por qué», sino «quién».

    Según la «Doctrina Scooby-Doo» el úni­co in­te­rés que po­dría exis­tir en Batman es quién es­tá de­trás de la más­ca­ra. El pro­ble­ma es que, aun­que exis­te una per­so­na de­trás de él, és­ta se des­ha­ce en­tre las som­bras de du­da de «quién» es Batman; si nos plan­tea­mos «quién» es Batman, en vez de pre­gun­tar­nos «por qué» al­guien se con­vier­te en Batman, po­dre­mos per­der la pers­pec­ti­va. No es así por­que la pre­gun­ta so­bre la iden­ti­dad sea ba­la­dí, sino más bien por­que es­ta se sos­tie­ne só­lo en los he­chos que vie­nen da­dos por cues­tio­nar las ra­zo­nes y las for­mas de aquel que de­ci­de ac­tuar de un mo­do de­ter­mi­na­do. No se ha­ce Batman quien pue­de ni quie­ren quie­re, sino quien lo ne­ce­si­ta. Por eso es ab­sur­do pre­ten­der res­pon­der que de­trás de Batman es­tá Bruce Wayne, cuan­do las ra­zo­nes de és­te pa­ra con­ver­tir­se en el hom­bre mur­cié­la­go son mu­cho más pro­fun­das que el he­cho de ser­lo. Wayne no es Batman por na­ci­mien­to, lo es por con­vic­ción. El au­tén­ti­co in­te­rés que po­dría­mos di­lu­ci­dar en él se­ría aquel que se nos per­mi­te in­tuir en­tre las cos­tu­ras de su tra­je — las ra­zo­nes que, en su iden­ti­dad se­cre­ta, vis­te co­mo uniforme.

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